Pages

Saturday, June 7, 2008

COMO LOGRAR UNA MAGNIFICA RENOVACION



Cómo Lograr una Magnífica Renovación

"Si alguno está en Cristo, es una nueva criatura: las cosas viejas pasaron ya, he aquí que todo se ha hecho nuevo." (2 Corintios 5: 17).

Tal vez alguno no Podrá decir el tiempo o el lugar exacto, ni trazar toda la cadena de circunstancias del proceso de su conversión; pero esto no prueba que no se haya convertido. Cristo dijo a Nicodemo: "El viento de donde quiere sopla, y oyes su sonido, mas no sabes de dónde viene, ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu." (San Juan 3: 8). Así como el viento es invisible y, sin embargo, se ven y se sienten claramente sus efectos, así obra el Espíritu de Dios en el corazón humano.

El poder regenerador que ningún ojo humano puede ver, engendra una vida nueva en el alma; crea un nuevo ser conforme a la imagen de Dios. Aunque la obra del Espíritu es silenciosa e imperceptible, sus efectos son manifiestos. Cuando el corazón ha sido renovado por el Espíritu de Dios, el hecho se manifiesta en la vida. Al paso que no podemos hacer nada para cambiar nuestro corazón, ni para ponernos en armonía con Dios, al paso que no debemos confiar para nada en nosotros ni en nuestras buenas obras, nuestras vidas han de revelar si la gracia de Dios mora en nosotros.

Se notará un cambio en el carácter, en las costumbres y ocupaciones. La diferencia será muy clara e inequívoca entre lo que han sido y lo que son. El carácter se da a conocer, no por las obras buenas o malas que de vez en cuando se ejecutan, sino por la tendencia de las palabras y de los actos en la vida diaria.

Es cierto que puede haber una corrección del comportamiento externo, sin el poder regenerador de Cristo. El amor a la influencia y el deseo de la estimación de otros pueden producir una vida muy ordenada. El respeto propio puede impulsarnos a evitar la apariencia del mal. Un corazón egoísta puede ejecutar obras generosas. ¿De qué medio nos valdremos, entonces, para saber a qué clase pertenecemos?

¿Quién posee nuestro corazón? ¿Con quién están nuestros pensamientos? ¿De quién nos gusta hablar? ¿Para quién son nuestros más ardientes afectos y nuestras mejores energías? Si somos de Cristo, nuestros pensamientos están con él y nuestros más gratos pensamientos son para él. Todo lo que tenemos y somos lo hemos consagrado a él. Deseamos vehementemente ser semejantes a él, tener su Espíritu, hacer su voluntad y agradarle en todo.

Los que son hechos nuevas criaturas en Cristo Jesús manifiestan los frutos del Espíritu: "amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza." (Gálatas 5: 22, 23). Ya no se conforman por más tiempo con las concupiscencias anteriores, sino que por la fe del Hijo de Dios siguen sus pisadas, reflejan su carácter y se purifican a sí mismos así como él es puro. Aman ahora las cosas que en un tiempo aborrecían y aborrecen las cosas que en otro tiempo amaban. El que era orgulloso y dominante, ahora es manso y humilde de corazón. El que antes era vano y altanero, ahora es serio y discreto. El que antes era borracho, ahora es sobrio y el que era libertino, puro. Han dejado las costumbres y modas vanas del mundo. Los cristianos no buscan "el adorno exterior", sino que "sea adornado el hombre interior del corazón, con la ropa imperecedera de un espíritu manso y sosegado." (1 San Pedro 3: 3, 4).

No hay evidencia de arrepentimiento verdadero cuando no se produce una reforma en la vida. Si restituye la prenda, devuelve lo que hubiere robado, confiesa sus pecados y ama a Dios y a su prójimo, el pecador puede estar seguro de que pasó de muerte a vida.

Cuando venimos a Cristo, como seres errados y pecaminosos, y nos hacemos participantes de su gracia perdonadora, nace en nuestro corazón el amor a él. Toda carga resulta ligera; porque el yugo de Cristo es suave. Nuestros deberes se hacen deliciosos y los sacrificios, un gozo. El sendero que en el pasado nos parecía cubierto de tinieblas ahora brilla con los rayos del Sol de Justicia.

La belleza del carácter de Cristo se verá en los que le siguen. Era su delicia hacer la voluntad de Dios. El poder predominante en la vida de nuestro Salvador era el amor a Dios y el celo por su gloria. El amor embellecía y ennoblecía todas sus acciones. El amor es de Dios, no puede producirlo u originarlo el corazón inconverso. Se encuentra solamente en el corazón donde Cristo reina. "Nosotros amamos, por cuanto él nos amó primero." (1 San Juan 4: 19). En el corazón regenerado por la gracia divina, el amor es el móvil de las acciones. Modifica el carácter, gobierna los impulsos, restringe las pasiones, domina la enemistad y ennoblece los afectos. Este amor alimentado en el alma, endulza la vida y derrama una influencia purificadora en todo su derredor.

Hay dos errores contra los cuales los hijos de Dios, particularmente los que apenas han comenzado a confiar en su gracia, deben especialmente guardarse. El primero, sobre el que ya se ha insistido, es el de fijarse en sus propias obras, confiando en alguna cosa que puedan hacer, para ponerse en armonía con Dios. El que está procurando llegar a ser santo mediante sus propios esfuerzos por guardar la ley, está procurando una imposibilidad. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo está contaminado de amor propio y pecado. Solamente la gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacernos santos.

El error opuesto y no menos peligroso es que la fe en Cristo exime a los hombres de guardar la ley de Dios; que puesto que solamente por la fe somos hechos participantes de la gracia de Cristo, nuestras obras no tienen nada que ver con nuestra redención.

Pero nótese aquí que la obediencia no es un mero cumplimiento externo, sino un servicio de amor. La ley de Dios es una expresión de su misma naturaleza; es la personificación del gran principio del amor y, en consecuencia, el fundamento de su gobierno en los cielos y en la tierra. Si nuestros corazones son regenerados a la semejanza de Dios, si el amor divino es implantado en el corazón, ¿no se manifestará la ley de Dios en la vida?

Cuando es implantado el principio del amor en el corazón, cuando el hombre es renovado conforme a la imagen del que lo creó, se cumple en él la promesa del nuevo pacto: "Pondré mis leyes en su corazón, y también en su mente las escribiré." (Hebreos 10: 16). Y si la ley está escrita en el corazón, ¿no modelará la vida? La obediencia, es decir, el servicio y la lealtad de amor, es la verdadera prueba del discipulado. Siendo así, la Escritura dice: "Este es el amor de Dios, que guardemos sus mandamientos." "El que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, es mentiroso, y no hay verdad en él." (1 San Juan 5: 3; 2: 4). En vez de que la fe exima al hombre de la obediencia, es la fe, y sólo ella, la que lo hace participante de la gracia de Cristo y lo capacita para obedecerlo.

No ganamos la salvación con nuestra obediencia; porque la salvación es el don gratuito de Dios, que se recibe por la fe. Pero la obediencia es el fruto de la fe. "Sabéis que él fue manifestado para quitar los pecados, y en él no hay pecado. Todo aquel que mora en él no peca; todo aquel que peca no le ha visto, ni le ha conocido." (1 San Juan 3: 5, 6). He aquí la verdadera prueba. Si moramos en Cristo, si el amor de Dios mora en nosotros, nuestros sentimientos, nuestros pensamientos, nuestras acciones, tienen que 61 estar en armonía con la voluntad de Dios como se expresa en los preceptos de su santa ley. "¡Hijitos míos, no dejéis que nadie os engañe! el que obra justicia es justo, así como él es justo." (1 San Juan 3: 7). Sabemos lo que es justicia por el modelo de la santa ley de Dios, como se expresa en los Diez Mandamientos dados en el Sinaí.

Esa así llamada fe en Cristo, que según se declara exime a los hombres de la obligación de la obediencia a Dios, no es fe sino presunción. "Por gracia sois salvos, por medio de la fe." Mas "la fe, si no tuviere obras, es de suyo muerta." (Efesios 2: 8; Santiago 2: 7). Jesús dijo de sí mismo antes de venir al mundo: "Me complazco en hacer tu voluntad, oh Dios mío, y tu ley está en medio de mi corazón." (Salmo 40: 8). Y cuando estaba por ascender a los cielos, dijo otra vez: "Yo he guardado los mandamientos de mi Padre, y permanezco en su amor." (San Juan 15: 10). La Escritura dice: "Y en esto sabemos que le conocemos a él, a saber, si guardamos sus mandamientos.... El que dice que mora en él, debe también él mismo andar así como él anduvo." (1 San Juan 2: 3-6). "Pues que Cristo también sufrió por vosotros, dejándoos ejemplo, para que sigáis en sus pisadas." (1 San Pedro 2: 21).

La condición para alcanzar la vida eterna es ahora exactamente la misma de siempre, tal cual era en el paraíso antes de la caída de nuestros primeros padres: la perfecta obediencia a la ley de Dios, la perfecta justicia. Si la vida eterna se concediera con alguna condición inferior a ésta, peligraría la felicidad de todo el universo. Se le abriría la puerta al pecado con todo su séquito de dolor y miseria para siempre.

Era posible para Adán, antes de la caída, conservar un carácter justo por la obediencia a la ley de Dios. Mas no lo hizo, y por causa de su caída tenemos una naturaleza pecaminosa y no podemos hacernos justos a nosotros mismos. Puesto que somos pecadores y malos, no podemos obedecer perfectamente una ley santa. No tenemos por nosotros mismos justicia con que cumplir lo que la ley de Dios demanda. Mas Cristo nos ha preparado una vía de escape. Vivió sobre la tierra en medio de pruebas y tentaciones tales como las que nosotros tenemos que arrostrar. Sin embargo, su vida fue impecable. Murió por nosotros y ahora ofrece quitarnos nuestros pecados y vestirnos de su justicia. Si os entregáis a él y lo aceptáis como vuestro Salvador, por pecaminosa que haya sido vuestra vida, seréis contados entre los justos por consideración a el. El carácter de Cristo toma el lugar del vuestro, y vosotros sois aceptados por Dios como si no hubierais pecado.

Más aún, Cristo cambia el corazón. Habita en vuestro corazón por la fe. Debéis mantener esta comunión con Cristo por la fe y la sumisión continua de vuestra voluntad a él; mientras hagáis esto, él obrará en vosotros para que queráis y hagáis conforme a su voluntad. Así podréis decir: "Aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dio a sí mismo por mí" (Gálatas 2: 20). Así dijo Jesús a sus discípulos: "No sois vosotros quienes habláis, sino el Espíritu de vuestro Padre que habla en vosotros." (San Mateo 10: 20). De modo que si Cristo obra en vosotros, manifestaréis el mismo espíritu y haréis las mismas obras: obras de justicia y obediencia.

Así pues no hay nada en nosotros mismos de que jactarnos. No tenemos motivo para ensalzarnos. El único fundamento de nuestra esperanza es la justicia de Cristo imputada a nosotros y la que produce su Espíritu obrando en nosotros y por nosotros.

Cuando hablamos de la fe debemos tener siempre presente una distinción. Hay una clase de creencia enteramente distinta de la fe. La existencia y el poder de Dios, la verdad de su Palabra, son hechos que aun Satanás y sus huestes no pueden negar de corazón. La Biblia dice que "los demonios lo creen, y tiemblan" (Santiago 2: 19), pero ésta no es fe. Donde no sólo hay una creencia en la Palabra de Dios, sino una sumisión de la voluntad a él; donde se le da a él el corazón y los afectos se fijan en él, allí hay fe, fe que obra por el amor y purifica el alma. Mediante esta fe, el corazón se renueva conforme a la imagen de Dios. Y el corazón que en su estado carnal no se sujetaba a la ley de Dios ni tampoco podía, se deleita después en sus santos preceptos, diciendo con el salmista: "¡Oh cuánto amo tu ley! todo el día es ella mi meditación." (Salmo 119: 97). Y la justicia de la ley se cumple en nosotros, los que no andamos "conforme a la carne, mas conforme al espíritu." (Romanos 8: 1).

Hay quienes han conocido el amor perdonador de Cristo y desean realmente ser hijos de Dios; sin embargo, reconocen que su carácter es imperfecto y su vida defectuosa, y están propensos a dudar de que sus corazones hayan sido regenerados por el Espíritu Santo. A los tales quiero decirles que no se abandonen a la desesperación. Tenemos a menudo que postrarnos y llorar a los pies de Jesús por causa de nuestras culpas y errores; pero no debemos desanimarnos. Aun si somos vencidos por el enemigo, no somos arrojados, ni abandonados, ni rechazados por Dios. No; Cristo está a la diestra de Dios e intercede por nosotros. Dice el discípulo amado: "Estas cosas os escribo, para que no pequéis. Y si alguno pecare, abogado tenemos para con el Padre, a saber, a Jesucristo el Justo." (1 San Juan 2: 1).

Y no olvidéis las palabras de Cristo: "Porque el Padre mismo os ama." (San Juan 16: 27). Él quiere que os reconciliéis con él, quiere ver su pureza y santidad reflejadas en vosotros. Y si tan sólo queréis entregaros a él, el que comenzó en vosotros la buena obra la perfeccionará, hasta el día de Jesucristo. Orad con más fervor; creed más plenamente. A medida que desconfiemos de nuestra propia fuerza, confiaremos en el poder de nuestro Redentor, y luego alabaremos a Aquel que es la salud de nuestro rostro.

Cuanto más cerca estéis de Jesús, más imperfectos os reconoceréis, porque veréis más claramente vuestros defectos a la luz del contraste de su perfecta naturaleza. Esta es una evidencia de que los engaños de Satanás han perdido su poder y de que el Espíritu de Dios os está despertando.

No puede existir amor profundo por Jesús en el corazón que no comprende su propia perversidad. El alma que se haya transformado por la gracia de Cristo, admirará su divino carácter. Pero el no ver nuestra propia deformidad moral, es una prueba inequívoca de que no hemos llegado a ver la belleza y excelencia de Cristo.

Mientras menos cosas dignas de estima veamos en nosotros, más encontraremos que estimar en la pureza y santidad infinitas de nuestro Salvador. Una idea de nuestra pecaminosidad nos puede guiar a Aquel que nos puede perdonar; y cuando, comprendiendo nuestra impotencia, nos esforcemos en seguir a Cristo, él se nos revelará con poder. Cuanto más nos guíe la necesidad a él y a la Palabra de Dios, tanto más elevada visión tendremos de su carácter y más plenamente reflejaremos su imagen.

El Camino a Cristo, Ellen G. White, (Capitulo 7).