"La mayor necesidad del mundo es la de hombres que no se vendan ni se compren; hombres que sean sinceros y honrados en lo más íntimo de sus almas; hombres que no teman dar al pecado el nombre que le corresponde; hombres cuya conciencia sea tan leal al deber como la brújula al polo; hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos". Ellen G. White.
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Friday, July 1, 2011
Lejos de las Ciudades
Los que tienen algo que ver con la elección de un sitio para un sanatorio deben estudiar con oración el carácter y objeto de nuestra obra pro salud. Deben acordarse de que han de contribuir al restablecimiento de la imagen de Dios en el hombre. Deben dar, por un lado, los remedios que alivian los sufrimientos físicos, y por el otro, el Evangelio que alivia los sufrimientos del alma. Así serán verdaderos misioneros médicos. Deben implantar la verdad en muchos corazones.
Ningún egoísmo, ninguna ambición personal debe admitirse en la elección de un sitio para nuestros sanatorios. Cristo vino a este mundo para enseñarnos a vivir y a trabajar. Aprendamos, pues, de él, a no elegir para nuestros sanatorios sitios que satisfagan nuestros gustos, sino los lugares que convengan mejor para nuestra obra.
Se me ha mostrado que en nuestra obra médico misionera hemos perdido muchas ventajas por no comprender la necesidad de cambiar nuestros planes concernientes a la ubicación de nuestros sanatorios. Es la voluntad de Dios que estas instituciones se establezcan lejos de las ciudades. Debieran estar en el campo, y sus alrededores ser tan agradables como sea posible. En la naturaleza, huerto de Dios, los enfermos hallarán siempre algo que distraiga su atención de sí mismos y eleve sus pensamientos a Dios.
Se me ha mostrado que los enfermos deben ser cuidados lejos del bullicio de las ciudades, lejos del ruido de los tranvías, y de los coches. Aun los habitantes del campo que vengan a nuestros sanatorios se congratularán de estar en un lugar donde reine la calma. En ese retiro, será más fácil que los pacientes sientan la influencia del Espíritu de Dios.
El huerto de Edén, morada de nuestros primeros padres, era extremadamente hermoso. Graciosos arbustos y flores delicadas deleitaban los ojos a cada paso. En ese huerto, había árboles de toda especie, muchos de los cuales llevaban frutos perfumados y deliciosos. En sus ramas, las aves modulaban sus cantos de alabanza. Adán y Eva, en su pureza inmaculada, se regocijaban por lo que veían y oían en el Edén. Aun hoy, a pesar de que el pecado ensombreció la tierra, Dios desea que sus hijos se regocijen en la obra de sus manos. Colocar nuestros sanatorios en medio de las obras de la naturaleza es seguir el plan de Dios, y cuanto más minuciosamente sigamos dicho plan, tanto mayores milagros hará Dios para la curación de la humanidad doliente. Se deben elegir, para nuestras escuelas e instituciones médicas, lugares alejados de las obscuras nubes de pecado que cubren las grandes ciudades, lugares donde el Sol de justicia pueda nacer, trayendo "en sus alas . . . salud."
Los hermanos dirigentes de nuestra obra deben dar instrucciones a fin de que nuestros sanatorios se establezcan en lugares agradables, lejos del bullicio de las ciudades, allí donde, gracias a sabias instrucciones, el pensamiento de los pacientes pueda ponerse en relación con el pensamiento de Dios. Muchas veces he descrito tales lugares, mas parecería que ningún oído haya prestado atención a lo que he dicho. Últimamente, las ventajas que ofrecería el establecer nuestras instituciones, y particularmente nuestros sanatorios y escuelas, fuera de las ciudades, me han sido mostradas con claridad convincente.
¿Por qué tienen nuestros médicos tanto deseo de establecerse en las ciudades? Hasta la atmósfera de las ciudades está corrompida. En ellas, los enfermos que tienen hábitos depravados que vencer no pueden ser protegidos de un modo conveniente. Para las víctimas de la bebida, los bares de la ciudad constituyen una tentación continua. Colocar nuestros sanatorios en un ambiente impío, es contrarrestar los esfuerzos que se hagan para restablecer la salud de los pacientes.
En el porvenir, la condición de las ciudades empeorará siempre más, y su influencia se reconocerá como desfavorable al cumplimiento de la obra encargada a nuestros sanatorios.
Desde el punto de vista de la salud, el humo y el polvo de las ciudades son muy contraproducentes. Los enfermos que, en la mayoría de los casos, se ven encerrados entre cuatro paredes, se sienten como prisioneros en sus habitaciones. Cuando miran por la ventana, no ven más que casas y más casas. Los que están así encerrados en sus piezas propenden a meditar en sus sufrimientos y pesares. Hasta sucede a veces que ciertos enfermos quedan envenenados por su propia respiración.
Muchos otros inconvenientes resultan también de establecer las instituciones médicas importantes en las ciudades grandes.
¿Por qué se habría de privar a los enfermos de las propiedades curativas que se hallan en la vida al aire libre? Se me ha mostrado que si a los enfermos se les estimula a salir de sus habitaciones y a pasar su tiempo al aire libre, a cultivar flores o a realizar algún trabajo fácil y agradable, su espíritu se desviará de su persona hacia objetos más favorables para su curación. El ejercicio al aire libre debiera prescribiese como una necesidad bienhechora y vivificadora. Cuanto más se pueda exponer al enfermo al aire vivificante, tanto menos cuidados necesitará. Cuanto más alegres sean los alrededores, tanto más henchido quedará de esperanza. Rodead a los enfermos de las cosas más hermosas de la naturaleza. Colocadlos donde puedan ver crecer las flores y oír el gorjeo de los pajaritos y su corazón cantará al unísono con los trinos de las aves. Encerradlos, por el contrario, en habitaciones, y se volverán tristes e irritables, por elegantemente amueblada que esté la pieza. Dadles los beneficios de la vida al aire libre. Elevarán su alma a Dios y obtendrán alivio corporal y espiritual.
"¡Lejos de las ciudades!" Tal es mi mensaje. Hace mucho que nuestros médicos deberían haber advertido esa necesidad. Espero y creo que ahora verán su importancia, y ruego a Dios que así sea. Se acerca el tiempo cuando las grandes ciudades serán visitadas por los juicios de Dios. Antes de mucho, esas ciudades serán sacudidas con violencia. Cualesquiera, que sean las dimensiones y la solidez de los edificios, cualesquiera que sean las precauciones tomadas contra el incendio, si el dedo de Dios toca esas casas, en algunos minutos o algunas horas quedarán reducidas a escombros.
Las impías ciudades de nuestro mundo serán destruidas. Mediante las catástrofes que ocasionan actualmente la ruina de grandes edificios y de barrios enteros, Dios nos muestra lo que acontecerá en toda la tierra. Nos ha dicho: "De la higuera aprended la parábola: Cuando ya su rama se enternece, y las hojas brotan, sabéis que el verano está cerca. Así también vosotros, cuando viereis todas estas cosas, sabed que [el Hijo del hombre] está cercano, a las puertas." (Mat. 24: 32, 33.)
Durante años me ha sido dada luz especial acerca de nuestro deber de no centralizar nuestra obra en las ciudades. El ruido y bullicio que las llenan, las condiciones que en ellas crean los sindicatos y las huelgas, impedirán nuestra obra. Ciertos hombres tratan de lograr que los obreros de diferentes oficios se sindiquen. Tal no es el plan de Dios, sino el de una potencia que de ningún modo debemos reconocer. La Palabra de Dios se cumple: los malos parecen juntarse como haces preparados para ser quemados.
Debemos emplear ahora todas las capacidades que se nos han confiado para dar al mundo el último mensaje de misericordia. En esta obra debemos conservar nuestra individualidad. No debemos unirnos a sociedades secretas ni sindicatos. Debemos permanecer libres en Dios y esperar de Jesús las instrucciones que necesitamos. Todos nuestros movimientos deben realizarse comprendiendo la importancia de la obra que debemos hacer para Dios.
Me ha sido mostrado que las ciudades se llenarán de confusión, violencia y crímenes; y que todas estas cosas aumentarán hasta el fin de la historia del mundo.
Joyas de los Testimonios Tomo 3, pp. 112-115.
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