Hna. G: tengo un mensaje para usted. Usted está lejos del reino. Ama este mundo, y ese amor la ha vuelto fría, egoísta, exigente y avara. Su gran motivo de interés es el poderoso dólar. ¡Cuán poco sabe usted de cómo considera Dios a los que se hayan en su condición! Está terriblemente engañada. Se está conformando a este mundo en lugar de transformarse por la renovación de su entendimiento. El egoísmo y el amor propio se manifiestan en su vida en medida apreciable. No ha vencido este desgraciado defecto de carácter. Si no le pone remedio, perderá el Cielo, y su felicidad aquí se malogrará grandemente. Esto ya ha ocurrido. La nube que le ha seguido entenebreciendo su vida, crecerá y se volverá más oscura hasta que todo su cielo esté cubierto de nubes. Mirará a la derecha, y no habrá luz allí; y a la izquierda, y no descubrirá un solo rayo.
Usted se crea problemas donde no existen, porque no anda bien. No es consagrada. Su actitud quejosa y mezquina la vuelve infeliz y desagrada a Dios. Durante toda su vida se ha cuidado a sí misma, tratando de ser feliz. Esa es una miserable tarea; una actividad sin provecho. Mientras más invierta en esto, mayor será la pérdida. Mientras menos acciones tenga en el negocio de servirse a sí misma, más ganará. No sabe nada del amor desinteresado y carente de egoísmo, y mientras no se dé cuenta de que hay un pecado especial en la carencia de este precioso rasgo de carácter, no manifestará diligencia para cultivarlo.
Usted se casó con su esposo porque lo amaba. Sabía que al hacerlo sellaba un pacto con él mediante el cual se convertía en la madre de sus hijos. Pero he observado que usted es deficiente en esto. Sí, lamentablemente deficiente. No ama a los hijos de su esposo, y a menos que se produzca un cambio total, una reforma completa en usted, y en la forma de administrar su casa, estas preciosas joyas se arruinarán. El amor, el manifestar afecto, no forman parte de su carácter. ¿Le diré la verdad y me convertiré en su enemiga por eso? Usted es demasiado egoísta para amar a los hijos de otra persona. Se me mostró que el fruto de su unión no prosperará, ni recibirá la bendición de la fuerza, la vida y la salud, y que el Espíritu de Dios la va a abandonar, a menos que usted se someta a un cambio total, y mejore en lo que es tan deficiente. En la misma medida en que su egoísmo agosta y marchita a los jóvenes corazones que la rodean, la maldición de Dios agostará y marchitará las promesas sobre las cuales se basa su unión y su amor egoísta. Y si usted persiste en esa clase de conducta, Dios se acercará más a usted, eliminará uno tras otro los ídolos que están delante de su rostro, hasta que humille en su presencia su corazón orgulloso, egoísta e insumiso.
Vi que tendrá que rendir cuenta en el día de Dios por el incumplimiento de su cometido. Está amargando demasiado la vida de esos queridos niños, especialmente de la niña. ¿Dónde están el afecto, las amantes caricias y la paciencia? El odio reside en su corazón no santificado, y no el amor. La censura brota de sus labios más a menudo que la alabanza y las palabras de ánimo. Sus modales, su aspereza, su naturaleza antipática son para esa niña tan sensible como el granizo que cae sobre una tierna planta. Se doblega frente a cada arremetida suya, hasta que su vida queda oprimida, magullada y quebrantada.
Su manera de manejar la casa está secando las corrientes del amor, la esperanza y el gozo en sus hijos. Una tristeza constante se manifiesta en el rostro de la niña, pero ese hecho, en lugar de despertar su simpatía y su ternura, la impacienta y le causa positivo disgusto. Podría cambiar esa actitud por el ánimo y la alegría si lo quisiera. “¿No ve Dios esto? ¿No lo sabe acaso?” fueron las palabras del ángel. Dios la va a castigar por estas cosas. Usted asumió voluntariamente esta responsabilidad, pero Satanás se ha aprovechado de su carácter infeliz, de su falta de amor, de su amor propio, su mezquindad y su egoísmo, y ahora este carácter suyo aparece con toda su deformidad, incorrecto, insumiso, atándola como si fueran cadenas de hierro. Los niños leen en el rostro de la madre; se dan cuenta si éste expresa amor o disgusto. Usted no se da cuenta de la obra que está haciendo. ¿No despierta piedad en usted esa carita triste, ese suspiro que brota de un corazón oprimido que anhela amor? No, en usted no. Aleja, en cambio, al niño de usted, y aumenta su disgusto.
Vi que el padre no había seguido la conducta que debiera haber seguido. A Dios no le agrada su actitud. Alguien robó el corazón de ese padre de los que son sangre de su sangre y hueso de sus huesos. Hno. G: usted debería haber asumido una actitud firme, y no haber permitido que las cosas tomaran el rumbo que han seguido. Usted se dio cuenta de que las cosas no iban bien, y a veces se sintió preocupado, pero el temor de desagradar a su actual esposa, y producir un infeliz desacuerdo en el seno de la familia, lo indujo a guardar silencio cuando debería haber hablado. Usted no ha asumido una actitud firme en este asunto. Sus hijos no tienen una madre que los defienda, que los proteja de la censura mediante sus palabras juiciosas.
Sus hijos, y todos los niños que han perdido a la persona de cuyo pecho fluía el amor maternal, han experimentado una pérdida irreparable. Pero cuando alguien se atreve a ocupar el lugar de la madre frente a ese pequeño y dolorido rebaño, asume una responsabilidad que implica una doble preocupación, en el sentido de ser más amorosa si es posible, dispuesta a no censurar ni amenazar más de lo que la madre lo hubiera hecho, para tratar de suplir de esa manera la pérdida que ha experimentado ese pequeño rebaño. Usted, Hno. G, ha estado como un hombre dormido. Estreche a sus hijos contra su corazón, rodéelos con sus brazos protectores, ámelos tiernamente. Si usted no lo hace, la frase que se escribirá acerca de usted será ésta: “Has sido hallado falto”.
Ambos tienen que hacer una obra. Terminen para siempre con sus murmuraciones. No permita, Hno. G, que la actitud exigente, mezquina y egoísta de su esposa influya sobre sus actos. Ambos han participado del mismo espíritu, y ambos le han robado a Dios. El pretexto de la pobreza ha brotado de los labios de ustedes; el Cielo sabe que eso es falso; pero sus palabras se convertirán en realidad, y serán ciertamente pobres, si continúan albergando el amor al mundo que han manifestado hasta ahora. “¿Robará el hombre a Dios? Pues vosotros me habéis robado. Y dijisteis: ¿En qué te hemos robado? En vuestros diezmos y ofrendas. Malditos sois con maldición”.
Malaquías 3:8, 9. Eviten esta maldición tan rápidamente como sea posible.
Hno. G, como mayordomo de Dios fije su mirada en él. A él le va a tener que rendir cuenta de su mayordomía, no a su esposa. Son los bienes de Dios los que está manejando. Se los ha prestado sólo por un poco de tiempo para probarlo, para ver si serán “ricos en buenas obras, dadivosos, generosos; atesorando para sí buen fundamento para lo por venir, que echen mano de la vida eterna”.
1 Timoteo 6:18, 19. Dios va a reclamar lo suyo con usura. Quiera él ayudarlos a prepararse para el juicio venidero. Crucifiquen el yo. Permitan que las preciosas gracias del Espíritu vivan en los corazones de ustedes. Apártense del mundo y de sus deseos corrompidos. “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él”.
1 Juan 2:15. Aunque la profesión de fe de ustedes fuera tan alta como el cielo, si son egoístas y amantes del mundo no tendrán parte en el Cielo con los santificados, los puros y los santos. “Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”.
Mateo 6:21. Si el tesoro de ustedes está en el Cielo, allí estará su corazón. Hablarán acerca del Cielo, la vida eterna, la corona inmortal. Si el tesoro de ustedes está en la tierra, hablarán de cosas terrenales, se preocuparán de pérdidas y ganancias. “¿Qué aprovechará al hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?”
Mateo 16:26.
Habrá luz y salvación para ustedes solamente si llegan a la conclusión de que las necesitan; en caso contrario, perecerán. Jesús puede salvar hasta lo sumo. Pero, Hna. G, si Dios ha hablado alguna vez por mí, le digo que está terriblemente engañada con respecto a sí misma, y debe experimentar una conversión completa, o en caso contrario nunca se contará entre los que pasarán por una gran tribulación, lavarán sus ropas y las blanquearán con la sangre del Cordero.