Saturday, December 7, 2013

El papa argentino que revoluciona la Iglesia Católica



Por: ANTONIO JOSÉ SARMIENTO NOVA |


4:19 p.m. | 06 de Diciembre del 2013



Unos 80.000 fieles recibieron al papa en Cagliari, la capital de Cerdeña, en septiembre. Foto: Reuters



Su carisma, su lenguaje y sus reformas le devolvieron al catolicismo a un líder de la esperanza.

Los años finales del siglo XX y esta primera parte del XXI han sido críticos para la Iglesia católica porque se han suscitado muchos cuestionamientos que la obligan a una confrontación y revisión de alta intensidad.

Los escándalos de pedofilia, el silencio y omisión de superiores eclesiásticos ante tales hechos contundentes, los manejos indebidos de las finanzas vaticanas, la lejanía de algunas de sus autoridades con relación al pueblo y a las comunidades cristianas, el hacer prevalecer los aspectos institucionales y jurídicos sobre los carismáticos, el reprimir la formulación de nuevas sensibilidades teológicas y pastorales, su lenguaje a menudo formal y estereotipado han sido causas de estos interrogantes.

En este contexto –en el que campea una pregunta fundamental por la coherencia del catolicismo con el proyecto original de Jesús y de su Evangelio– surge la figura carismática de Jorge Mario Bergoglio, un papa desconcertante, venido del tercer mundo latinoamericano, primer jesuita en la sede de Pedro, hombre de costumbres austeras, profundamente pastoral, con un lenguaje cercano a la cotidianidad, ajeno a protocolos y formalidades, consciente de que la Iglesia debe experimentar una reforma seria, capaz de acercarla a las búsquedas de sentido de los hombres y mujeres de este tiempo, y de hacer relevante el mensaje de Jesús, para que este motive, dé plenitud de sentido a quienes se acogen a Él.

Son impactantes sus gestos ante las multitudes en Roma, en Asís, en Lampedusa, en Río de Janeiro, en las recientes jornadas mundiales de la juventud. Su talante desenfadado, sus expresiones de ternura y delicadeza, su apartarse del riguroso protocolo vaticano, su particular sensibilidad con niños y enfermos, su palabra clara y pedagógica para cuestionar estilos que no son evangélicos hacen de él un pastor genuinamente simpático, porque la gente lo ve como uno de los suyos, próximo, sabio, conocedor de sus dolores y alegrías, de sus necesidades vitales, cotidiano, un papa de “lavar y planchar”.

Pero más allá de lo mediático de este pastor, que llega cada día con nuevas sorpresas desde el 13 de marzo del 2013, día de su elección, hay que ir a lo más profundo de sus intenciones de reforma y renovación, de su deseo de recuperar las grandes definiciones del Concilio Vaticano II y de volver por el legado de Juan XXIII y Pablo VI.

El diálogo sensato y abierto con la cultura contemporánea, la opción explícita por los pobres y excluidos, la protesta profética en contra del sistema económico neoliberal, la apertura a las diversas tradiciones religiosas y el trabajo mancomunado con las iglesias cristianas no católicas, el carácter servicial y solidario de la comunidad eclesial, la formulación de la fe cristiana en categorías comprensibles para el hombre de hoy, el respeto a la iniciativa de las iglesias locales, el poder entendido y vivido como servicio, el estilo de vida de corte evangélico y austero son asuntos claves que formuló el Vaticano II.

Todas esas iniciativas se detuvieron en un momento determinado, dando paso a un neoconservadurismo del gobierno central de la Iglesia católica, lo mismo que en su preferencia por grupos, movimientos e instituciones de marcada tendencia tradicionalista.

Estos puntos son centrales en la agenda de Francisco. De ahí su interés en la reforma de la curia vaticana, para que ceda su usual verticalidad en aras de convertirse en facilitadora de la comunión eclesial, del diálogo entre las culturas, de la saludable autonomía de las iglesias locales, y del fomento permanente de la fidelidad al proyecto original de Jesús. En el lenguaje y estilo pastoral de Francisco todo esto se revela con nitidez.

Su reciente exhortación apostólica La alegría del Evangelio (Evangelii Gaudium) podemos entenderla como el texto programático de su ministerio. Una revisión panorámica del índice nos permite captar los alcances de este documento. Parte proponiendo la evangelización como la razón del ser y del quehacer eclesiales, y la presenta como una realidad que entusiasma y reorienta las prioridades de pastores y miembros de la comunidad, y luego hace una insistencia en la “transformación misionera” con su exigente expresión de dejar de ser una iglesia autorreferencial para encarnarnos en los límites humanos.

En el capítulo segundo es enfático en destacar la negativa a lo que él llama la economía de la exclusión, la idolatría del dinero, la inequidad generadora de violencia, para comprometerse en la inspiración de un nuevo orden social y económico que tenga en cuenta afectiva y efectivamente la dignidad humana y los derechos de todos los habitantes del planeta, con preferencia por aquellos que tradicionalmente son maltratados por grandes carencias materiales y vacíos culturales y humanistas.

Su acento crítico

Es notable el acento crítico cuando se refiere a los agentes pastorales al preguntar por el pesimismo que los acecha, por la aridez espiritual, por la competencia intraeclesial, por la poca promoción de las responsabilidades de los laicos, por el deficiente reconocimiento de la importancia de la mujer en la Iglesia y por el interés real ante las demandas de sentido y autenticidad que plantea la juventud.

A finales de 1975 el papa de esos años, Pablo VI, promulgó El anuncio del Evangelio hoy (Evangelii Nuntiandi), también con esta mentalidad dialogante, encarnatoria, inculturada. Es la permanente tensión entre los elementos originales y fundantes de la identidad cristiana con la cultura de cada época, con las aspiraciones y requerimientos del ser humano, con sus dramas y plenitudes.

Digamos que hay una sintonía entre aquel texto del papa Montini y el que ahora empezamos a disfrutar, proveniente de Francisco, nombre que evoca al bienaventurado hombre del siglo XIII –Francisco de Asís–, cuyo modo de vida evangélico y su vivencia esencial del seguimiento de Jesús representaron un dinamismo renovador de la Iglesia medieval, dedicada con excesivo y pecaminoso interés a alianzas político-religiosas con monarcas y príncipes europeos.

El anuncio del Evangelio compromete en lo más esencial a la totalidad de la Iglesia y debe tener en cuenta la pluralidad de la misma, la diversidad de culturas, los valores contenidos en la religiosidad popular, el conocimiento cabal del pensamiento contemporáneo, el cuidado personalizado de individuos y comunidades, el valor fundamental de la familia como escenario original y originador de la fe.

También la atención a los clamores del pueblo, el esmero en la preparación de la predicación y demás actos comunicativos, para que no sean palabras frías, de libreto preconcebido, sino el testimonio vital y animoso de quienes están persuadidos con pasión de la persona de Jesús, del ser humano concreto a quien se dirige el mensaje, y del mismo contenido que debe vestirse simultáneamente de Evangelio y de realidad existencial.

Las intervenciones diarias de Francisco en los diversos ámbitos en los que ejerce su servicio son elocuentes. No es reñido con la seriedad de la buena teología y de la adecuada interpretación bíblica su propósito de expresarse en un lenguaje accesible a todos, incluso con giros coloquiales como su ‘primerear’, neologismo bonaerense que se refiere a tomar la delantera. Más allá del impacto que esto produce en los medios de comunicación, se impone detectar su abierto y deliberado talante comunicativo, pastoral, deseoso de ser humana y evangélicamente relevante.

Decisión atinadísima la de los cardenales al elegir como pastor universal del catolicismo a un obispo del tercer mundo latinoamericano que representa a esta rica región de la cristiandad, asumiendo, por supuesto, la representatividad universal de este mundo diverso, en el que se encarna igualmente una riquísima diversidad eclesial.

Justamente uno de los mayores énfasis del papa Bergoglio es el de la reivindicación justa y equitativa de los últimos del mundo, porque para él la evangelización debe ir de la mano con la afirmación de la dignidad de cada persona y la promoción de un orden social consecuente con esta definición. Esto, en el ministerio eclesial, es uno de los asuntos que siempre deben tener prioridad, y uno de los elementos en los que con mayor fuerza se juega la credibilidad católica.

De elemental honestidad es reconocer que Francisco es, al mismo tiempo, un hombre de tradición y de avanzada, en la medida en que hay convicciones del patrimonio católico que no son negociables, de las que él participa plenamente, en la medida también en que el mensaje cristiano es profunda y decisivamente comprometido con la plenitud del ser humano.

Gracias a la inmensa honestidad y sabiduría de Joseph Ratzinger –Benedicto XVI–, la Iglesia y el mundo transitan rutas de esperanza con este apasionante hombre venido del cono sur de América Latina.

ANTONIO JOSÉ SARMIENTO NOVA

*Sacerdote jesuita desde 1978, es decano e las facultades de ingeniería y Arquitectura y Diseño de la Universidad Javeriana.


Fuente
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