por Rafael Luis Gumucio Rivas, El Viejo (Chile)
Publicado el 26 abril, 2018 , en Derechos Humanos
26/04/2018
Georges Bernanos, gran escritor cristiano, decía que malditos aquellos que se dicen cristianos, pero que han convertido el mensaje del Nazareno en escándalos y reprobable defensa de tiranos y ricachones.
Desde el emperador Constantino hasta nuestros días una parte importante de los consagrados se han convertido en rameras del poder y, como no creen en el Cristo del Evangelio y sólo adoran el boato, las comodidades y el dinero y, como chupamedias del poder de turno, son capaces de regar con incienso y mirra a cuanto tirano, carnicero y abusador que se alimenta de la sangre de los cristianos, cuyo único delito es haber nacido pobres.
Personajes como Ángelo Sodano, Francisco Javier Errázuriz, Ricardo Ezzati, Ivo Scapolo, los obispos formados por el degenerado Karadima – que lo creían un santo a punta de besos en la boca y tocadas en los genitales – hacen que cada día los justos se alejen más de la iglesia, presidida por estos jerarcas. Convertir a Jesús de Nazaret en banquero, en ginecólogo a ultranza e inquisidor no tiene perdón de Dios.
Una iglesia que tiene como santos a Escrivá de Balaguer, al polaco, Juan Pablo II, quien consideraba como siervo de dios al pedófilo Marcial Maciel, a Pío X, entre otros, no puede sino repugnar a cualquier cristiano mínimamente progresista. (No debemos olvidar que los réprobos obispos y curas españoles rindieron pleitesía al dictador Francisco Franco bendiciendo el fusilamiento de los republicanos; en Chile, como encubridor y ayudistas a Ángelo Sodano, un italiano, que mientras fue nuncio, su labor se centró en el servicio del dictador).
No hay que ser ningún inspector Jules Maigret o Hércules Poirot para descubrir quiénes fueron los autores que engañaron al Papa Francisco presentando como inocente al obispo de Osorno, Juan Barros, negando su carácter de encubridor del degenerado Fernando Karadima: su mismo nuncio, Evo Scapolo junto a los miembros de la Conferencia Episcopal.
Es difícil creer que un hombre inteligente, probo y bien informado como el Papa Francisco haya creído en los informes de estos cardenales y obispos de la “iglesia de mamón”. Eran abundantes y evidentes los testimonios que acusaban al obispo Juan Barros Madrid de encubridor de los abusos reiterados de Karadima, sin embargo, Francisco, en vez de exonerar a estos canallas, que tanto mal hacen a la iglesia de Dios, prefirió condenar públicamente a las víctimas, es decir, privilegió a los pastores de vacas gordas y a los curas y obispos que, como vampiros, chupan la sangre de las ancianas beatas que legan sus bienes por miedo a Satán.
En el cristianismo existe el pecado y también el perdón, pero como el Papa habrá aprendido, cuando fue seminarista en Chile, el perdón exige reparación, por consiguiente, no basta con golpes de pecho y un número indeterminado de Padrenuestros y Avemarías, es necesario, además, hechos y no palabras.
Nadie puede negar el gesto de valor del Papa Francisco al alojarlos en su propia casa, en Roma, y dedicar el tiempo necesario a cada una de las víctimas. Seguramente, llorará con los testimonios de cada experiencia en particular y les pedirá perdón y, para que no sean sólo lágrimas de cocodrilo, es imprescindible una verdadera conversión por parte de la jerarquía chilena, que ha amparado a tantos degenerados clericales, además de Karadima, a los Hermanos Maristas, los Salesianos, los Legionarios de Cristo, y tantos otros que, aunque quieran evitar la justicia chilena, bien merecen “atarse una piedra al cuello y lanzarse al mar” – lo dice el Evangelio al referirse a quien escandalice a los niños -.
Se me ocurre que el acto de justicia que el Papa debiera poner en práctica es pedir la renuncia de todos los obispos de la Conferencia Episcopal por el solo hecho de callar a los cómplices, entre ellos Juan Barros, junto a los otros tres obispos formados por Karadima.
Hay que recordar el intercambio de correos electrónicos entre el cardenal Ezzati y su predecesor, Francisco Javier Errázuriz, que trataban “de serpiente” a una de las víctimas de Karadima, Juan Carlos Cruz, además de otras artimañas urdidas, a fin de evitar que se nombrara al sacerdote Felipe Berríos como capellán de La Moneda – como si a este jesuita le gustara rociar con agua bendita a los “poderosos de esta tierra”-.
Ojalá este encuentro no sea sólo una de las tantas peticiones de perdón por parte de la iglesia, como el caso de la inquisición, sino que sea una “verdadera conversión”, para usar conceptos cristianos.
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