Friday, May 6, 2011

LA ESPERANZA DE LA IGLESIA



Mientras últimamente he estado mirando en derredor para encontrar a los humildes discípulos del manso y humilde Jesús, he sentido mucha preocupación. Muchos de los que profesan esperar la pronta venida de Cristo se están conformando con este mundo y buscan más fervorosamente los aplausos en derredor suyo que la aprobación de Dios. Son fríos y formalistas, como las iglesias nominales de las cuales se separaron hace poco. Las palabras dirigidas a la iglesia de Laodicea describen perfectamente su condición actual. (Véase Apoc. 3:14-20.) No son ni fríos ni calientes, sino tibios. Y a menos que escuchen el consejo del "Testigo fiel y verdadero," se arrepientan celosamente y obtengan "oro refinado en fuego," "vestiduras blancas," y "colirio," los escupirá pronto de su boca.
Ha llegado el momento en que una gran porción de aquellos que se regocijaban una vez y llamaron de gozo a la espera de la venida inmediata del Señor, se encuentran en el nivel de las iglesias y del mundo que una vez se burlaban de ellos por creer que Jesús iba a venir, y hacían circular toda clase de mentiras para crear prejuicios contra ellos y destruir su influencia. Ahora, si alguno tiene hambre y sed del Dios viviente y de la justicia, y Dios le hace sentir su poder y satisface los anhelos de su alma infundiendo abundantemente su amor en su corazón, y si glorifica a Dios alabándole, es frecuente que los que profesan creer en la pronta venida del Señor, le consideren engañado y lo acusen de estar mesmerizado o de tener algún mal espíritu.
Muchos de los que profesan ser cristianos, visten, hablan y actúan como el mundo, y lo único por lo cual se los puede conocer es por lo que profesan. Aunque aseveran esperar a Cristo, su conversación no se cifra en el cielo, sino en las cosas del mundo.
"¡Cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir, esperando y apresurándoos para la venida del día de Dios!" (2 Ped 3:11, 12) "Todo aquel que tiene esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro." (1 Juan 3:3) Pero es evidente que muchos de los que se llaman adventistas se dedican más a adornar sus cuerpos y a presentar un buen aspecto a los ojos del mundo que a aprender de la Palabra de Dios cómo pueden ser aprobados por él.
¿Qué sucedería si el hermoso Jesús, nuestro dechado, apareciese entre ellos y entre los que suelen profesar la religión, como apareció en el primer advenimiento? Nació en un pesebre. Sigámosle durante su vida y su ministerio. Fue varón de dolores, experimentado en quebranto. Los que profesan ser cristianos se avergonzarían del manso y humilde Salvador que llevó una sencilla túnica sin costura, y no tenía donde reclinar la cabeza. Su vida inmaculada y abnegada los condenaría, su santa solemnidad impondría una dolorosa restricción a su liviandad y risas vanas. Su conversación sincera refrenaría las charlas mundanales y codiciosas; su manera de declarar sin barniz la verdad penetrante, manifestaría el carácter real de ellos, y desearían alejar tan pronto como fuese posible al manso Dechado, al amable Jesús.
Estarían entre los primeros que procurarían sorprenderle en sus palabras, y levantarían el clamor. "¡Crucifícale! ¡Crucifícale!"
Sigamos a Jesús mientras entra en Jerusalén cabalgando mansamente, cuando "toda la multitud de los discípulos, gozándose, comenzó a alabar a Dios a grandes voces . . .
diciendo: ¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor; paz en el cielo, y gloria en las alturas! Entonces algunos de los fariseos de entre la multitud le dijeron: Maestro, reprende a tus discípulos. El, respondiendo, les dijo: Os digo que si éstos callaran, las piedras clamarían." Una gran porción de aquellos que profesan esperar a Cristo exigirían tanto como lo exigieron los fariseos que los discípulos callasen, y levantarían sin duda el clamor: "¡Fanatismo! ¡Mesmerismo! 'Mesmerismo!" Y los discípulos, que extendían sus ropas y palmas sobre el camino, serían considerados como extravagantes y desenfrenados. Pero Dios quiere tener un pueblo en la tierra que no sea tan frío ni muerto, sino que pueda alabarle y glorificarle. Quiere recibir la gloria de algunas personas, y si aquellos a quienes escogió, los que guardan sus mandamientos, callan, las mismas piedras clamarán.
Jesús va a venir, pero no será, como en su primer advenimiento, un niño en Belén; no como cabalgó al entrar en Jerusalén, cuando los discípulos alabaron a Dios con fuerte voz y clamaron: "¡Hosanna!", sino que vendrá en la gloria del Padre y con todo el séquito de santos ángeles para escoltarlo en su traslado a la tierra. Todo el cielo se vaciará de ángeles, mientras los santos lo estén esperando, mirando hacia el cielo, como lo hicieron los galileos cuando ascendió desde el Monte de las Olivas. Entonces únicamente los que sean santos, los que hayan seguido plenamente al manso
Dechado, se sentirán arrobados de gozo y exclamarán al contemplarle: "He aquí, éste es nuestro Dios; le hemos esperado, y nos salvará." Y serán transformados "en un momento, en un abrir y cerrar de ojos, a la final trompeta," aquella trompeta que despierta a los santos que duermen, y los invita a salir de sus camas de polvo, revestidos de gloriosa inmortalidad, y clamando: ¡Victoria! ¡Victoria sobre la muerte y el sepulcro!" Los santos transformados son luego arrebatados juntamente con los ángeles al encuentro del Señor en el aire, para nunca más quedar separados del objeto de su amor.
Teniendo tal perspectiva delante de nosotros, tan gloriosa esperanza, semejante redención que Cristo compró para nosotros con su propia sangre, ¿callaremos? ¿No alabaremos a Dios con voz fuerte, como lo hicieron los discípulos cuando Jesús cabalgó entrando en Jerusalén? ¿No es nuestra perspectiva mucho más gloriosa que la de ellos entonces? ¿Quién se atreve a prohibirnos que glorifiquemos a Dios, aun con fuerte voz, cuando tenemos tal esperanza, henchida de inmortalidad y de gloria?
Hemos gustado las potestades del mundo venidero, y las anhelamos en mayor medida.
Todo mi ser clama por el Dios viviente, y no quedaré satisfecha hasta que esté saciada de toda su plenitud.
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Primeros Escritos, EGW, pp.107-111.
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