Hace cinco años que Agustín Alvarez vive en completa soledad en el monasterio San José, ubicado en la comuna de La Florida.
por Bernardita Alvarez
por Bernardita Alvarez
En la tercera comuna más poblada del país hay un oasis alejado del ajetreo santiaguino. Rodeado por la naturaleza del sector de Lo Cañas, a los pies de la precordillera, y en una construcción elaborada con materiales orgánicos (piedra, adobe, tejas y madera), se encuentra el Monasterio San José en Soledad, construido hace cinco años por el único monje que lo habita: Agustín Alvarez (51), sacerdote del movimiento católico Schoenstatt.
Ahí, en La Florida, vive en completa soledad. Pasa la mayor parte del día en silencio, dedicado a las labores domésticas, las manualidades y la oración. Sólo a veces lo visita un sacerdote, pero el resto del día vive como ermitaño.
Nadie se imaginaría que en sus inicios Agustín era un activo sacerdote de parroquia, en Quinta Normal, donde se dedicaba al trabajo con jóvenes y adultos. Hoy este monje es el único integrante de la rama Padres de la Adoración que tiene Schoenstatt en el país y en Latinoamérica y al igual que otros monjes, se viste con una túnica de la que cuelga una larga capucha.
Cuando aún es de noche, este sacerdote se levanta y sale de su ermita, que tiene condición de claustro, es decir, nadie más puede entrar ahí. En ayuno, camina silencioso a lo largo de un pasadizo de piedra hasta la capilla de forma octogonal del monasterio, donde reza. "Acá no estoy solo; estoy pensando en la humanidad", dice vestido de blanco e iluminado sólo por una vela. La manera de practicar su vocación religiosa es a través de la meditación, algo muy distinto de lo que suelen hacer otros sacerdotes.
Antes que salga el sol hace una oración de vigilia y cuando comienza a amanecer es el turno de las laudes, el rezo matutino. Si a eso se suman los salmos, la misa que celebra en solitario y la meditación, son más de tres horas las que Agustín destina a su creencias.
"Es un privilegio vivir en este lugar y llevar esta vida (...) Tener un espacio para el recogimiento es un regalo que comparto con quienes buscan el silencio y la soledad para orar", explica. Porque el monasterio también tiene una zona habilitada para recibir a los que quieren pasar el día tranquilos, lejos del ruido. Incluso, pueden alojar allí, cualquier día de la semana.
El almuerzo lo prepara él, pero cuenta que se lo llevan sus fieles, señoras que vienen del sector oriente y lo siguen hace tiempo. "A veces, la congelo. Es para que me dure más", cuenta.
Antes del anochecer, el monje solitario se recluye nuevamente en la capilla, donde tras el rezo de las vísperas (la oración de la tarde) se arrodilla y posa su frente sobre el suelo. "Es en señal de adoración y gratitud", explica. Y aunque en esa posición Agustín permanece durante más de media hora, él lo describe como un "reposo". No le duelen las rodillas o, al menos no se da cuenta, porque la meditación es concentración.
Este ritmo de vida se lo ha ido forjando él mismo. "Fue surgiendo en la medida que comencé a vivir esto. Aún hoy está en movimiento, en crecimiento", dice.
La vida de ermitaño comenzó a atraerle a los 20 años, cuando estudiaba Filosofía en la Universidad de Chile en los 80. Con unos amigos participó de retiros en el Monasterio de los Trapenses, en ese tiempo, en La Dehesa "Eso me impulsó a ser sacerdote", recuerda.
En sus estudios de seminarista en Alemania conoció la rama de monjes Padres de la Adoración. Pero fue después de cinco años de regresar a Chile, ordenarse y dedicarse a las labores comunes de un sacerdote, que pudo comenzar a realizar su gran sueño: llevar una vida de adoración.
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