Thursday, December 27, 2012

Mi ‘amá se fue



ENVIADO POR HORACIO SALAZAR EL SÁB 22 DIC 2012 05:50:08 CST.





Se llamaba Coínta. Llevaba con dignidad el nombre de una mártir romana ligada a su día de nacimiento, el 8 de febrero. Hija de doña Domitila Zamarripa y de don Mauro Herrera, fue a su vez madre de cinco: Horacio (o sea yo), Otoniel, Humberto, Leticia y Adolfo.

Llegó a Monterrey recién casada, a fines de los cincuenta, en busca de una vida más próspera de lo esperable en Montemorelos. Como había aprendido los hábitos positivos de los adventistas del séptimo día, hizo del trabajo su actividad casi exclusiva.

Mantuvo con su actividad incesante a un marido y a cinco hijos cabezones, pero de buen diente, y en el trayecto se fue haciendo chiquita, pero a la vez grande, porque a pesar de los muchos palos que le dio la vida (eufemismo para ocultar los nombres de los culpables), nunca se echó para atrás ni perdió la esperanza.

Un ejemplo: cuando yo tenía unos 12 años, embrollada en sus dos trabajos de enfermera y su separación matrimonial, decidió aventarse y comprar una casa. Y lo hizo, pero en su candidez la envolvieron no sé qué granujas y le birlaron su dinero duramente ganado. Murmuró algunas quejas (no muchas), se apretó figurativamente el cinturón y volvió a las andadas, o sea que compró una casa en los rumbos de la Florida.

Quiso siempre hacer de sus hijos personas de bien. Aguantó con entereza los sustos que le pegamos en nuestras exploraciones del lado oscuro de la vida, y a nuestras borracheras respondió con guisoslevantamuertos y con tanta paciencia como Job.

Nos enseñó no a base de rollos, sino mediante el simple expediente de trabajar y trabajar siempre, sin parar. Y siendo ella. Tal como era y como la recuerdan muchas personas: una mujer de una pieza, sencilla, dedicada y siempre a punto para echar una mano al que lo necesitara.

Por su casa desfilaron parientes, sobrinos, amigos, hermanos de la iglesia que requerían soporte para volver a flote. Y siempre hallaron en ella ese apoyo incondicional que hoy muchos reconocen.

A nosotros mismos nos ayudó a hacernos de nuestra primera casa o de nuestra primera propiedad. Casi con timidez se acercaba a nosotros para darnos el empujón importante que nosotros, orgullosos, creíamos innecesario.

Con los años cada uno de sus hijos seguimos nuestros propios caminos, peleando contra nuestros demonios y nuestras propias imperfecciones. Le salimos disparejos, descreídos, avinagrados. Pero dentro de nuestras diferencias, me parece que compartimos un núcleo de responsabilidad ética que nos hermana y que nos reconoce como hijos de Coínta.

Esta semana se fue. La maquinaria de su cuerpo dejó de funcionar y ella se desvaneció quizás pensando todavía en cómo ayudarnos, cómo unirnos, cómo hacernos mejores. Queremos creer que murió contenta, contenta porque nos vio juntos de nuevo y porque se acerca la Navidad.

Como yo no soy creyente, no me puedo imaginar un más allá donde ella pueda disfrutar lo que sembró. Sólo puedo decirme que en sus 78 años ella hizo el bien sin mirar a quién, y el mundo fue un mejor lugar gracias a ella. Adiós, ‘amá.

horacio.salazar@milenio.com

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