En los tiempos patriarcales, el ofrecimiento de sacrificios relacionados con el culto divino recordaba perpetuamente el advenimiento de un Salvador; y lo mismo sucedía durante toda la historia de Israel con el ritual de los servicios en el santuario. En el ministerio del tabernáculo, y más tarde en el del templo que lo reemplazó, mediante figuras y sombras se enseñaban diariamente al pueblo las grandes verdades relativas a la venida de Cristo como Redentor, Sacerdote y Rey; y una vez al año se le inducía a contemplar los acontecimientos finales de la gran controversia entre Cristo y Satanás, que eliminarán del universo el pecado y los pecadores. Los sacrificios y las ofrendas del ritual mosaico señalaban siempre hacia adelante, hacia un servicio mejor, el celestial.
El santuario terrenal “era figura de aquel tiempo presente, en el cual se ofrecían presentes y sacrificios;” y sus dos lugares santos eran
“figuras de las cosas celestiales;” pues Cristo, nuestro gran Sumo Sacerdote, es hoy “ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que el Señor asentó, y no hombre.”
Hebreos 9:9, 23; 8:2.
Profetas y Reyes, p.504,505
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