De Azúa la calificó como “la madre de la literatura”. Muñoz Molina le hace enorme justicia: “Casiodoro de Reina escribe en un castellano prodigioso que está en el punto intermedio entre Fernando de Rojas y Cervantes”.
Detalle de la edición especial de la Biblia Reina Valera 1960.
Para mis amigos y amigas españoles, que cada vez son más
La lectura de la Biblia quedó prohibida en el Imperio español desde el siglo XVI. Si hubiera sido “autorizada” la hermosa traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera, protestantes españoles del siglo XVI, la historia de nuestra lengua sería sin duda distinta de lo que es.
Antonio Alatorre, Los 1001 años de la lengua española.
México, Fondo de Cultura Económica,1979.
Alrededor de la fecha conmemorativa de los inicios de la Reforma Protestante en Alemania, llegaron a mis manos dos tesoros: primero, la Biblia de la Reforma, de la Sociedad Bíblica de España, donde colaboré con un ensayo publicado en esta revista. Y segundo, por fin, el facsímil de la clásica Biblia del Oso formidable esfuerzo que durante más de 40 años esa misma institución se empeña en mantener al alcance de los interesados en las gestas espirituales del fecundo siglo XVI.
Y no es que la desconociera del todo físicamente, pues en diversas ocasiones había acariciado la posibilidad de obtenerla para degustar sus páginas con toda delectación y parsimonia, tal como desde los años infantiles había aprendido a convivir diariamente con ella.
Sabedor de su valor histórico, siempre atisbé los avatares de su primera y segunda edición (1569; y 1602, la llamada del Cántaro) y he perseguido su huella con indeclinable entusiasmo, especialmente cuando algún escritor o estudioso se refiere a ella. Es el caso de Antonio Alatorre, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Félix de Azúa, J.A. González Iglesias (“criatura única y necesaria dentro de la literatura española”) o Antonio Muñoz Molina, por sólo mencionar algunos.
De Azúa la calificó como “la madre de la literatura”, nada menos. Las palabras de Muñoz Molina son exactas y la colocan en una dimensión que le hace enorme justicia: “Casiodoro de Reina escribe en un castellano prodigioso que está en el punto intermedio entre Fernando de Rojas y Cervantes, con una efervescencia expresiva que solo tiene comparación con santa Teresa, san Juan de la Cruz y fray Luis de León” (El País, 26 de julio de 2014). Su celebración de la lengua allí contenida es contagiosa:
Es una lengua poseída por la misma capacidad de crudeza terrenal y altos vuelos literarios de La Celestina; un castellano mudéjar, empapado todavía de árabe y de hebreo, forzado en sus límites sintácticos para adaptarse a las cadencias y las repeticiones y las exageraciones de la lengua bíblica. […] Es una lengua para ser recitada, entonada, cantada en voz alta; para expresar la furia tan desatadamente como el deseo erótico; y también las negruras de la pesadumbre y los extremos del dolor. Traducidos por Casiodoro de Reina, el libro de Job o el Eclesiastés son, sin la menor duda, dos de las obras máximas de la poesía y de la sabiduría en español.
En los años 90 circuló en América Latina la edición en cuatro tomos que, para la editorial Alfaguara realizaron Juan Guillén Torralba (Libros históricos), Gonzalo Flor Serrano (libros proféticos y sapienciales), José María González Ruiz (Nuevo Testamento), de los cuales sólo pude adquirir el primero para apreciar, así fuera indirecta, pero efectivamente, el impacto cultural de esa versión benemérita, ligada para siempre a la fe evangélica de nuestro subcontinente, dado el aprecio con que la hemos leído, disfrutado y memorizado.
Y no es que la desconociera del todo físicamente, pues en diversas ocasiones había acariciado la posibilidad de obtenerla para degustar sus páginas con toda delectación y parsimonia, tal como desde los años infantiles había aprendido a convivir diariamente con ella.
Sabedor de su valor histórico, siempre atisbé los avatares de su primera y segunda edición (1569; y 1602, la llamada del Cántaro) y he perseguido su huella con indeclinable entusiasmo, especialmente cuando algún escritor o estudioso se refiere a ella. Es el caso de Antonio Alatorre, José Emilio Pacheco, Sergio Pitol, Félix de Azúa, J.A. González Iglesias (“criatura única y necesaria dentro de la literatura española”) o Antonio Muñoz Molina, por sólo mencionar algunos.
De Azúa la calificó como “la madre de la literatura”, nada menos. Las palabras de Muñoz Molina son exactas y la colocan en una dimensión que le hace enorme justicia: “Casiodoro de Reina escribe en un castellano prodigioso que está en el punto intermedio entre Fernando de Rojas y Cervantes, con una efervescencia expresiva que solo tiene comparación con santa Teresa, san Juan de la Cruz y fray Luis de León” (El País, 26 de julio de 2014). Su celebración de la lengua allí contenida es contagiosa:
Es una lengua poseída por la misma capacidad de crudeza terrenal y altos vuelos literarios de La Celestina; un castellano mudéjar, empapado todavía de árabe y de hebreo, forzado en sus límites sintácticos para adaptarse a las cadencias y las repeticiones y las exageraciones de la lengua bíblica. […] Es una lengua para ser recitada, entonada, cantada en voz alta; para expresar la furia tan desatadamente como el deseo erótico; y también las negruras de la pesadumbre y los extremos del dolor. Traducidos por Casiodoro de Reina, el libro de Job o el Eclesiastés son, sin la menor duda, dos de las obras máximas de la poesía y de la sabiduría en español.
En los años 90 circuló en América Latina la edición en cuatro tomos que, para la editorial Alfaguara realizaron Juan Guillén Torralba (Libros históricos), Gonzalo Flor Serrano (libros proféticos y sapienciales), José María González Ruiz (Nuevo Testamento), de los cuales sólo pude adquirir el primero para apreciar, así fuera indirecta, pero efectivamente, el impacto cultural de esa versión benemérita, ligada para siempre a la fe evangélica de nuestro subcontinente, dado el aprecio con que la hemos leído, disfrutado y memorizado.
Reina-Valera, edición para el Quinto Aniversario de la Reforma.
Un buen protestante latinoamericano no puede dejar de llevar en su cabeza los versículos compuestos por Casiodoro y Cipriano, con todo y que valore adecuadamente las magníficas traducciones recientes en lenguaje, aparentemente, más sencillo. Sus giros retóricos y lingüísticos son, literalmente, insustituibles. Pongo solamente un par de ejemplos, citados por Octavio Paz en su “Discurso de Jerusalén” (1977): “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo” (Job 10.2, RVR 1909). “Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos defenderé delante de él’ (Job 13.15)”.
Una cosa llevó a la otra: el exquisito estudio introductorio de A. Gordon Kinder, que acompaña la edición facsimilar de esta mítica Biblia, me remitió, nuevamente a mis lecturas de Marcelino Menéndez y Pelayo, y de José Constantino Nieto, quien nos visitó en 1985 deslumbrándonos con su aportación sobre la figura de Juan de Valdés, de quien nunca habíamos oído hablar.
Él es quien resume, en otro libro fundamental (El Renacimiento y la otra España: visión cultural socio-espiritual. Ginebra, Droz, 1997), la vastedad de la labor de aquellos titanes de la traducción, perseguidos y odiados en su propio país: “Todos estos anónimos protestantes españoles en Inglaterra, Ginebra, Francfort, y otros centros europeos, revelan la dimensión social y política de la Reforma española, aunque no tengamos datos para asesorarla con análisis estadísticos. Estamos ante un fenómeno religioso que no se puede reducir ni a una determinada región en España, ni a una sola clase elitista intelectual de la clase media o aristocrática. Y estos refugiados son sólo un vago reflejo del problema internacional de la Reforma española”.
Si don Marcelino, con todo y su vena anti-protestante, nos había llevado de la mano por la fascinante vida de los heterodoxos españoles, a través de las ciudades europeas clave para el crecimiento de la Reforma, con el protestante Nieto (doctorado en Princeton) estábamos en un territorio común y más cercano a nuestros intereses, y al mismo tiempo abiertos ya (hablo de un sector muy minoritario de estudiantes) a lo que él nos presentaría al abordar a San Juan de la Cruz en otro libro publicado en México. Kinder sintetiza en sus breves páginas todo ese devenir que vuelve a aparecer ante nuestra mirada en todos sus detalles reveladores de una constancia puesta a prueba tantas veces.
Para sorpresa y desconsuelo de los lectores evangélicos que idolatran la versión Reina-Valera (pero sin un sustrato histórico y cultural sólido), el original de 1569 contiene los llamados libros “apócrifos” o deuterocanónicos. Así, es posible leer los libros de Eclesiástico, Baruch, Macabeos, los agregados de Esdras y Daniel que sin ningún rubor ni conflicto el reformador español incluyó en su traducción.
Los motivos para quitarlos de las ediciones posteriores, con todo y lo relevantes que fueron para los primeros misioneros, no dejan de ser cuestionables, pues privaron a varias generaciones de lectores del contacto con esa zona literaria que completaría el panorama histórico y cultural de la Biblia en su totalidad.
El finado escritor mexicano Carlos Monsiváis fue un defensor apasionado de la revisión de esta Biblia publicada nuevamente en 1909, luego de la llevada a cabo en 1862. En una entrevista que puede verse en video (www.youtube.com/watch?v=Sa_nFJQ98sQ), puntualizó muy bien su gusto exclusivo por ella:
La Biblia fue el primer libro que leí, a los 6 años. Y desde entonces he seguido leyéndola y me he familiarizado con el lenguaje. Sé que muchas cosas ya exigen un correlato histórico muy distinto en cuanto a épocas, la época en que se escriben los Evangelios, en fin… […] Me parece que para mí fue un aprendizaje de la lengua excepcional porque me tocó leer la Biblia en la versión de Casidoro de Reina y Cipriano de Valera que considero inmejorable y cuyo uso me parecería todavía necesario.
No me gusta la actualización de la Biblia, la versión actual [de 1960], no porque discrepe de las correcciones, las anotaciones, las puestas al día de vocabulario, sino porque lo otro era el caudal de la lengua y la manera inmejorable de decir: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y la expansión denuncia la obra de sus manos. El un día emite palabra al otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría”. Me parece que allí se ha llegado a una perfección del idioma tan declarada que buscar equivalentes que sean más comprensibles es simplemente relegar lo que da de profundidad una versión hecha de una manera soberbia por Reina y Valera.
De modo que continuamos de plácemes, sobre todo por la continuación del diálogo espiritual y cultural con aquellas producciones que han definido toda una manera de ser y de pensar en aquellas tierras lejanas y en las nuestras, emparentadas contra viento y marea por el influjo de la resistencia teológica rebelde y creativa.
Fuente
Un buen protestante latinoamericano no puede dejar de llevar en su cabeza los versículos compuestos por Casiodoro y Cipriano, con todo y que valore adecuadamente las magníficas traducciones recientes en lenguaje, aparentemente, más sencillo. Sus giros retóricos y lingüísticos son, literalmente, insustituibles. Pongo solamente un par de ejemplos, citados por Octavio Paz en su “Discurso de Jerusalén” (1977): “Diré a Dios: no me condenes, hazme entender por qué pleiteas conmigo” (Job 10.2, RVR 1909). “Aun cuando me matare, en él esperaré: empero mis caminos defenderé delante de él’ (Job 13.15)”.
Una cosa llevó a la otra: el exquisito estudio introductorio de A. Gordon Kinder, que acompaña la edición facsimilar de esta mítica Biblia, me remitió, nuevamente a mis lecturas de Marcelino Menéndez y Pelayo, y de José Constantino Nieto, quien nos visitó en 1985 deslumbrándonos con su aportación sobre la figura de Juan de Valdés, de quien nunca habíamos oído hablar.
Él es quien resume, en otro libro fundamental (El Renacimiento y la otra España: visión cultural socio-espiritual. Ginebra, Droz, 1997), la vastedad de la labor de aquellos titanes de la traducción, perseguidos y odiados en su propio país: “Todos estos anónimos protestantes españoles en Inglaterra, Ginebra, Francfort, y otros centros europeos, revelan la dimensión social y política de la Reforma española, aunque no tengamos datos para asesorarla con análisis estadísticos. Estamos ante un fenómeno religioso que no se puede reducir ni a una determinada región en España, ni a una sola clase elitista intelectual de la clase media o aristocrática. Y estos refugiados son sólo un vago reflejo del problema internacional de la Reforma española”.
Si don Marcelino, con todo y su vena anti-protestante, nos había llevado de la mano por la fascinante vida de los heterodoxos españoles, a través de las ciudades europeas clave para el crecimiento de la Reforma, con el protestante Nieto (doctorado en Princeton) estábamos en un territorio común y más cercano a nuestros intereses, y al mismo tiempo abiertos ya (hablo de un sector muy minoritario de estudiantes) a lo que él nos presentaría al abordar a San Juan de la Cruz en otro libro publicado en México. Kinder sintetiza en sus breves páginas todo ese devenir que vuelve a aparecer ante nuestra mirada en todos sus detalles reveladores de una constancia puesta a prueba tantas veces.
Para sorpresa y desconsuelo de los lectores evangélicos que idolatran la versión Reina-Valera (pero sin un sustrato histórico y cultural sólido), el original de 1569 contiene los llamados libros “apócrifos” o deuterocanónicos. Así, es posible leer los libros de Eclesiástico, Baruch, Macabeos, los agregados de Esdras y Daniel que sin ningún rubor ni conflicto el reformador español incluyó en su traducción.
Los motivos para quitarlos de las ediciones posteriores, con todo y lo relevantes que fueron para los primeros misioneros, no dejan de ser cuestionables, pues privaron a varias generaciones de lectores del contacto con esa zona literaria que completaría el panorama histórico y cultural de la Biblia en su totalidad.
El finado escritor mexicano Carlos Monsiváis fue un defensor apasionado de la revisión de esta Biblia publicada nuevamente en 1909, luego de la llevada a cabo en 1862. En una entrevista que puede verse en video (www.youtube.com/watch?v=Sa_nFJQ98sQ), puntualizó muy bien su gusto exclusivo por ella:
La Biblia fue el primer libro que leí, a los 6 años. Y desde entonces he seguido leyéndola y me he familiarizado con el lenguaje. Sé que muchas cosas ya exigen un correlato histórico muy distinto en cuanto a épocas, la época en que se escriben los Evangelios, en fin… […] Me parece que para mí fue un aprendizaje de la lengua excepcional porque me tocó leer la Biblia en la versión de Casidoro de Reina y Cipriano de Valera que considero inmejorable y cuyo uso me parecería todavía necesario.
No me gusta la actualización de la Biblia, la versión actual [de 1960], no porque discrepe de las correcciones, las anotaciones, las puestas al día de vocabulario, sino porque lo otro era el caudal de la lengua y la manera inmejorable de decir: “Los cielos cuentan la gloria de Dios, y la expansión denuncia la obra de sus manos. El un día emite palabra al otro día, y la una noche a la otra noche declara sabiduría”. Me parece que allí se ha llegado a una perfección del idioma tan declarada que buscar equivalentes que sean más comprensibles es simplemente relegar lo que da de profundidad una versión hecha de una manera soberbia por Reina y Valera.
De modo que continuamos de plácemes, sobre todo por la continuación del diálogo espiritual y cultural con aquellas producciones que han definido toda una manera de ser y de pensar en aquellas tierras lejanas y en las nuestras, emparentadas contra viento y marea por el influjo de la resistencia teológica rebelde y creativa.
Fuente
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