En la historia del apóstol Pedro hay una lección para cada una de las clases representadas por el fariseo y el publicano. Pedro se conceptuaba fuerte al comienzo de su discipulado. Como el fariseo, en su propia estima no era “como los otros hombres”. Cuando Cristo, la víspera de ser traicionado, amonestó de antemano a sus discípulos: “Todos seréis escandalizados en mí esta noche”, Pedro le dijo confiadamente: “Aunque todos sean escandalizados, mas no yo”.3 Pedro no conocía el peligro que corría, y lo descarrió la confianza propia. Se creyó capaz de resistir la tentación; pero pocas horas después le vino la prueba, y con maldiciones y juramentos negó a su Señor.
Cuando el canto del gallo le hizo recordar las palabras de Cristo, sorprendido y emocionado por lo que acababa de hacer, se volvió y miró a su Maestro. En ese momento Cristo miró a Pedro, y éste se comprendió a sí mismo ante la triste mirada, en la que se mezclaban la compasión y el amor hacia él. Salió y lloró amargamente, pues aquella mirada de Cristo quebrantó su corazón. Pedro había llegado al punto de la conversión, y amargamente se arrepintió de su pecado. Fue semejante al publicano en su contrición y arrepentimiento, y como éste, también alcanzó misericordia. La mirada de Cristo le dio la seguridad del perdón. Entonces desapareció su confianza propia.
Nunca más se repitieron sus antiguas aseveraciones jactanciosas.
Palabras de Vida del Gran Maestro, p.118.
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