VIERNES, 14 DE SEPTIEMBRE DE 2012 00:00
(EDITORIAL, 14/09/2012) Las religiones, en tanto que son cosmovisiones institucionalizadas de lo humano y lo divino, pueden ser fuego o agua, luz o tinieblas, problema o solución. La historia, y los hechos más recientes, demuestran que, “en el nombre de Dios”, los hombres podemos amarnos o podemos odiarnos; podemos curarnos, o podemos matarnos los unos a los otros.
No hace falta retrotraernos muy lejos en la historia, a las formas más primitivas de religiosidad, para encontrar rastros de barbarie religiosa -en forma de sacrificios humanos, actos de limpieza étnica (genocidios), e incitaciones a la Guerra, al odio y la exclusión social por cuestiones de raza, casta, color de la piel, o condición social-. Podemos encontrar prácticas semejantes en tiempos muy recientes.
Pero tampoco es posible cerrar los ojos a la realidad de las múltiples y beneficiosas aportaciones de las confesiones religiosas al desarrollo de la civilización, a la convivencia y a la paz, que son inmensamente mayores a las negativas.
Sectarios, violentos, fanáticos y agitadores fundamentalistas, los hay en todas las confesiones religiosas (y no-religiosas) y, aunque estos suelen representar minorías insignificantes en número, poseen la diabólica capacidad de hacer mucho ruido… y mucho daño. Ya se sabe que, basta una muy pequeña chispa para encender un gran fuego. Sobre todo, cuando esa chispa cae en el terreno fértil de la ignorancia, el prejuicio, el miedo, la pobreza y la injusticia social.
Aún así, sería un error intentar minimizar, relativizar, menospreciar, ignorar -y, ¡mucho menos estigmatizar!- el papel que, para bien o para mal, tienen las creencias religiosas de las personas en el escenario de tensiones y conflictos que afrontamos en esta segunda década del siglo XXI.
El desarrollo de la sociedad civil-secular, la democracia y la separación religión-estado, no debería producirse desde la negación del hecho religioso (ni la exclusión de los creyentes), sino desde su integración como realidad humana al diálogo “religión-sociedad”, para la construcción de un escenario plural y respetuoso de todas las sensibilidades -dentro del marco, eso sí, de los derechos humanos universales-, que posibiliten la convivencia en paz y libertad.
Por simplificar, podríamos decir que, al contrario de la propuesta “menos religión”, que algunos proponen, para la construcción del futuro sería deseable “mejor religión”. Entendiendo por “mejor religión”, una mejor relación entre “sociedad y religión”, así como un escenario democrático de igualdad para las distintas confesiones, en el marco de una sociedad religiosamente plural. Cabría añadir, por supuesto, una mayor y mejor relación entre las distintas confesiones, impulsando un diálogo interreligioso fluido, respetuoso y honesto.
En esta dirección, entendemos, va la declaración publicada por la Liga Internacional de Socialistas Religiosos (ILRS) tras su Congreso celebrado el pasado mes de junio, en Estocolmo, que se ocupa del fenómeno de la llamada ‘Primavera árabe’. Un documento de gran actualidad a la luz del trágico episodio que, sin ir más lejos, tuvo lugar antes de ayer, cuando una horda de radicales violentos asaltó la embajada estadounidense en Libia, asesinando a varias personas, entre ellos al embajador norteamericano Christoper Stevens, en venganza, al parecer, por una ofensa religiosa.
Ante tales hechos, no es difícil caer en el pesimismo y en una visión negativa de la religión. Sin embargo, es menester ampliar la visión y poner a la religión en valor, como “fuente de inspiración para el cambio verdadero”:
“La religión puede ser una fuente de inspiración para el cambio verdadero y puede fomentar un impulso para la consideración de todas las personas como iguales”, afirma la ILRS en la citada declaración. Y lo argumenta: “Las religiones suelen incluir componentes de caridad y compromiso de manera que ningún individuo pueda llegar a sufrir o morir de hambre. Las religiones también pueden motivar la lucha por la justicia social. Ejemplo de ello fue el movimiento anti-apartheid en Sudáfrica con el liderazgo, entre muchos otros, del obispo Desmond Tutu”.
La mención al obispo anglicano Desmond Tutu, artífice junto a Nelson Mandela de la revolución pacífica que venció al régimen de segregación racial en Sudáfrica, podría llevarnos a los cristianos protestantes a una falsa autoindulgencia, si no fuera porque el documento prosigue: “Pero también sabemos que el apartheid fue inspirado por teólogos cristianos. Podemos, pues, llegar a la conclusión de que cristianos y personas de otras religiones pueden usar sus religiones para legitimar tanto la justicia social como la discriminación y la desigualdad”.
En otras palabras, “no ha lugar” para actitudes maniqueas ante una realidad triste y compleja en la que, probablemente, no haya ninguna confesión religiosa que pueda “tirar la primera piedra” en contra de las actitudes y comportamientos sectarios, fanáticos y violentos (¡valga la redundancia!).
En cambio, sí hay lugar para la esperanza y el compromiso, como se afirma en la declaración de la ILRS: “Nosotros apostamos por la religión como fuente de inspiración para el cambio verdadero y como impulso para el tratamiento de todos los seres humanos como iguales”.
Esa debe ser la apuesta.
El documento concluye con un llamamiento por parte del Congreso de la ILRS a los líderes políticos y religiosos de los países en los que se está produciendo la llamada ‘Primavera árabe’.
Quizás, se nos ocurre, sería justo y preciso ampliar el llamamiento a los líderes políticos y religiosos del ‘Primer Mundo’ donde, lamentablemente, no siempre nos mostramos capaces de resolver las tensiones entre “sociedad y religión”, ni las desigualdades entre las distintas confesiones religiosas, de una forma que pueda considerarse ejemplar para las jóvenes democracias emergentes del Tercer Mundo.
>> Descargar la DECLARACIÓN de la ILRS en formato pdf
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