Ezequiel,
el profeta que exhalaba lamentaciones en el destierro, en la tierra de
los caldeos, recibió una visión que le enseñó la misma lección de fe en
el poderoso Dios de Israel. Mientras estaba a orillas del río Quebar, un
torbellino parecía surgir del norte, “una gran nube, con un fuego
envolvente, y en derredor suyo un resplandor, y en medio del fuego una
cosa que parecía como de ámbar.” Numerosas ruedas de extraña apariencia,
que se entrecortaban unas a otras, eran movidas por cuatro seres
vivientes. Muy por encima de todas éstas “veíase la figura de un trono
que parecía de piedra de zafiro; y sobre la
figura del trono había una semejanza que parecía de hombre sentado sobre
él.” “Cuanto a la semejanza de los animales, su parecer era como de
carbones de fuego encendidos, como parecer de hachones encendidos:
discurría entre los animales; y el fuego resplandecía, y del fuego
salían relámpagos.” “Y debajo de sus alas, a sus cuatro lados, tenían
manos de hombre.” Ezequiel 1:4, 26, 13, 8.
Había
ruedas dentro de las ruedas, en un arreglo tan complicado que a primera
vista le parecía a Ezequiel que era todo confuso. Pero cuando se
movían, era con hermosa precisión y en perfecta armonía. Los seres
celestiales estaban moviendo esas ruedas y por encima de todo, sobre el
glorioso trono de zafiro, estaba el Eterno; mientras que rodeaba el
trono el arco iris, emblema de gracia y amor. Abrumado por la terrible
gloria de la escena, Ezequiel cayó sobre su rostro, cuando una voz le
ordenó que se levantase y oyese la palabra del Señor. Entonces se le dió
un mensaje de amonestación para Israel.
Esta
visión fué dada a Ezequiel en un tiempo en que su mente estaba llena de
presentimientos lóbregos. Veía la tierra de sus padres desolada. La
ciudad que había estado llena de habitantes ya no los tenía. La voz de
la alegría y el canto de alabanza no se oían más en sus muros. El
profeta mismo era forastero en un país extraño, donde reinaban supremas
la ambición ilimitada y la crueldad salvaje. Lo que veía y oía acerca de
la tiranía humana y el mal angustiaba su alma, y lloraba amargamente
día y noche. Pero los símbolos admirables presentados delante de él al
lado del río Quebar, le revelaron un poder predominante que era más
poderoso que el de los gobernantes terrenales. Sobre los monarcas
orgullosos y crueles de Asiria y Babilonia, se entronizaba el Dios de
misericordia y verdad.
Las
complicadas ruedas que al profeta le parecían envueltas en confusión,
estaban bajo la dirección de una mano infinita. El Espíritu de Dios que,
según la revelación, movía y dirigía estas ruedas, sacaba armonía de la
confusión; de tal manera que todo el mundo estaba bajo su dominio. Miríadas de
seres glorificados estaban listos para predominar a su orden contra el
poder y la política de los hombres malos, y reportar beneficio a sus
fieles.
Joyas de los Testimonios, Tomo 2, pp. 349-351
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