por Vicente Durán Casas S.J.*
Sorprendidos. Incrédulos. Preocupados. Así estábamos los jesuitas ante el nombramiento del primer papa jesuita de la historia.
El 13 de marzo de 2013 el argentino Jorge Mario Bergoglio fue elegido papa. Foto: Wikimedia Commons
Lo recuerdo perfectamente: el 13 de marzo de 2013 el argentino Jorge Mario Bergoglio fue elegido papa y los jesuitas estábamos esa tarde en nuestra casa de Chapinero viendo la transmisión por televisión. Poco después del almuerzo, nos tomamos la cabeza sorprendidos, incrédulos y preocupados. No era fácil digerir la noticia. Era la primera vez que un jesuita era elegido Obispo de Roma, sucesor de Pedro, a quien los jesuitas hacemos un voto solemne de particular obediencia.
¿Por qué sorprendidos?
Porque cuando uno quiere ser jesuita lo último que piensa es que pueda llegar a tener un cargo de autoridad dentro de la estructura jerárquica de la Iglesia. Desde los inicios de nuestra vocación, los jesuitas –al igual que no pocos religiosos y seminaristas– somos formados con una mentalidad y un espíritu concentrados en un servicio generoso al pueblo de Dios, no ligado al gobierno como forma particular de servir a la Iglesia. Eso suena paradójico –y hasta increíble– porque bien se sabe que algunos jesuitas, inevitablemente, acaban ejerciendo cargos de poder y de gobierno, ya sea en el interior mismo de la orden o en alguna de las muchas instituciones educativas, sociales y misioneras de mucho prestigio y no pocos recursos por ellos dirigidas.
Pero dentro de esas posibilidades jamás se considera seriamente la eventualidad de ser obispo, cardenal, mucho menos papa. Y la razón, además de ser de tipo vocacional, es también histórica: Ignacio de Loyola diseñó para los jesuitas un voto explícito no solo de rechazar cualquier cargo de gobierno eclesiástico que les fuere ofrecido, sino de denunciar a aquellos que lo buscasen para sí mismos o para otros. Solo en virtud de obediencia explícita y directa al sucesor de Pedro, los jesuitas podemos aceptar ser nombrados obispos o en cualquier otro cargo de gobierno en la Iglesia.
No se trata una orden religiosa que se niegue a prestar ese servicio. Es, más bien, una huella que la historia dejó en sus documentos y modo de proceder. Al fundador de la Compañía le correspondió vivir en medio del siglo XVI una época particularmente difícil en la historia de la Iglesia, en la que no pocos sacerdotes y obispos vivían o aspiraban a vivir como príncipes mundanos que emulaban a los señores de este mundo; por eso san Ignacio quiso que la mínima Compañía fundada por él se concentrara en servir a fieles e infieles, de tal modo que organizó todo para que ningún jesuita asumiera en la Iglesia cargos de autoridad y gobierno. Así las cosas, si algún joven con vocación sacerdotal cultiva en su interior expectativas de alcanzar dichas dignidades, hacerse jesuita equivaldría a emprender el camino equivocado.
¿Por qué incrédulos?
La elección de Jorge Mario Bergoglio significaba, además, un cambio notable en la conciencia de la misión pastoral de la Iglesia. Este hijo de emigrantes italianos provenía del lejano sur de América, era un pastor, no un teólogo especializado, tampoco un pensador o un intelectual, mucho menos un miembro de la curia vaticana.
Su experiencia era la del jesuita que había inspirado a muchos hermanos en la orden, la del pastor de barrio en las afueras del gran Buenos Aires, la de alguien que había aprendido a estar atento a las necesidades de la gente sencilla. Conocía y era amigo personal de panaderos, vendedores de periódicos y costureras. Era muy cercano a monjas y curas sencillos que se habían desplazado a las villas de miseria del gran Buenos Aires y allí construían comunidad, remendaban corazones y cocinaban esperanzas.
Bergoglio, a quien yo había conocido en Buenos Aires cuando asistí en 2001 a una reunión de Facultades de Filosofía de universidades católicas, era modesto, doctrinalmente conservador, auténtico y –de nuevo, y por encima de todo– pastor. En mi opinión, nunca perteneció a ese movimiento tan notorio que desde finales de los años sesenta era conocido como teología de la liberación.
Él formaba parte de esa peculiar forma de ver el mundo de la sabiduría popular, fuertemente influida por el peronismo y por los enfoques teológicos y filosóficos liderados intelectualmente por Juan Carlos Scannone, otro jesuita contemporáneo suyo, descendiente también de emigrantes italianos.
Nombrar papa a Bergoglio equivalía a elegir a alguien que gobernaría a la iglesia de una manera muy diferente. No podían nombrarlo sino para eso. Era alérgico a los formalismos curiales y a la burocracia religiosa; sin duda los cardenales que lo eligieron sí que sabían para qué elegían a un pastor: para que fuera eso, un pastor de ovejas que oliera a oveja.
¿Por qué preocupados?
La estructura de gobierno de los jesuitas es muy vertical. Tener como papa a uno de los nuestros era algo extraño e inesperado, y por ser algo nuevo podría implicar nuevas orientaciones, cambios de rumbo, énfasis imprevistos o extraños a los propios dinamismos internos de la orden. Desde la Congregación General XXXII –en 1975– y liderados por Pedro Arrupe, una de las figuras más lúcidas e inspiradoras de la Iglesia en el siglo XX, los jesuitas se habían dado a sí mismos una misión que posteriormente había sido confirmada por diversos papas: el servicio de la fe y la promoción de la justicia como algo inseparable. ¿Iba eso a cambiar? ¿Habría algún tipo de llamado a corregir el rumbo? ¿Deberíamos continuar con las orientaciones ya trazadas, profundizando quizás aspectos como el diálogo interreligioso y el cuidado de la creación, que habían sido incorporados como parte de nuestra misión en las últimas congregaciones generales?
Para fortuna nuestra, de la Iglesia y del mundo, el ministerio profético del papa Francisco ha disipado esas dudas y preocupaciones y ha impulsado una renovación en la Iglesia de alcances insospechados. Mediante diversos gestos y palabras, a muchos creyentes les ha devuelto la confianza en la Iglesia, y en muchos no creyentes ha sembrado esperanza. Y eso es lo que hace y lo que se espera que haga un pastor.
*Jesuita. Profesor titular de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá).
Lo recuerdo perfectamente: el 13 de marzo de 2013 el argentino Jorge Mario Bergoglio fue elegido papa y los jesuitas estábamos esa tarde en nuestra casa de Chapinero viendo la transmisión por televisión. Poco después del almuerzo, nos tomamos la cabeza sorprendidos, incrédulos y preocupados. No era fácil digerir la noticia. Era la primera vez que un jesuita era elegido Obispo de Roma, sucesor de Pedro, a quien los jesuitas hacemos un voto solemne de particular obediencia.
¿Por qué sorprendidos?
Porque cuando uno quiere ser jesuita lo último que piensa es que pueda llegar a tener un cargo de autoridad dentro de la estructura jerárquica de la Iglesia. Desde los inicios de nuestra vocación, los jesuitas –al igual que no pocos religiosos y seminaristas– somos formados con una mentalidad y un espíritu concentrados en un servicio generoso al pueblo de Dios, no ligado al gobierno como forma particular de servir a la Iglesia. Eso suena paradójico –y hasta increíble– porque bien se sabe que algunos jesuitas, inevitablemente, acaban ejerciendo cargos de poder y de gobierno, ya sea en el interior mismo de la orden o en alguna de las muchas instituciones educativas, sociales y misioneras de mucho prestigio y no pocos recursos por ellos dirigidas.
Pero dentro de esas posibilidades jamás se considera seriamente la eventualidad de ser obispo, cardenal, mucho menos papa. Y la razón, además de ser de tipo vocacional, es también histórica: Ignacio de Loyola diseñó para los jesuitas un voto explícito no solo de rechazar cualquier cargo de gobierno eclesiástico que les fuere ofrecido, sino de denunciar a aquellos que lo buscasen para sí mismos o para otros. Solo en virtud de obediencia explícita y directa al sucesor de Pedro, los jesuitas podemos aceptar ser nombrados obispos o en cualquier otro cargo de gobierno en la Iglesia.
No se trata una orden religiosa que se niegue a prestar ese servicio. Es, más bien, una huella que la historia dejó en sus documentos y modo de proceder. Al fundador de la Compañía le correspondió vivir en medio del siglo XVI una época particularmente difícil en la historia de la Iglesia, en la que no pocos sacerdotes y obispos vivían o aspiraban a vivir como príncipes mundanos que emulaban a los señores de este mundo; por eso san Ignacio quiso que la mínima Compañía fundada por él se concentrara en servir a fieles e infieles, de tal modo que organizó todo para que ningún jesuita asumiera en la Iglesia cargos de autoridad y gobierno. Así las cosas, si algún joven con vocación sacerdotal cultiva en su interior expectativas de alcanzar dichas dignidades, hacerse jesuita equivaldría a emprender el camino equivocado.
¿Por qué incrédulos?
La elección de Jorge Mario Bergoglio significaba, además, un cambio notable en la conciencia de la misión pastoral de la Iglesia. Este hijo de emigrantes italianos provenía del lejano sur de América, era un pastor, no un teólogo especializado, tampoco un pensador o un intelectual, mucho menos un miembro de la curia vaticana.
Su experiencia era la del jesuita que había inspirado a muchos hermanos en la orden, la del pastor de barrio en las afueras del gran Buenos Aires, la de alguien que había aprendido a estar atento a las necesidades de la gente sencilla. Conocía y era amigo personal de panaderos, vendedores de periódicos y costureras. Era muy cercano a monjas y curas sencillos que se habían desplazado a las villas de miseria del gran Buenos Aires y allí construían comunidad, remendaban corazones y cocinaban esperanzas.
Bergoglio, a quien yo había conocido en Buenos Aires cuando asistí en 2001 a una reunión de Facultades de Filosofía de universidades católicas, era modesto, doctrinalmente conservador, auténtico y –de nuevo, y por encima de todo– pastor. En mi opinión, nunca perteneció a ese movimiento tan notorio que desde finales de los años sesenta era conocido como teología de la liberación.
Él formaba parte de esa peculiar forma de ver el mundo de la sabiduría popular, fuertemente influida por el peronismo y por los enfoques teológicos y filosóficos liderados intelectualmente por Juan Carlos Scannone, otro jesuita contemporáneo suyo, descendiente también de emigrantes italianos.
Nombrar papa a Bergoglio equivalía a elegir a alguien que gobernaría a la iglesia de una manera muy diferente. No podían nombrarlo sino para eso. Era alérgico a los formalismos curiales y a la burocracia religiosa; sin duda los cardenales que lo eligieron sí que sabían para qué elegían a un pastor: para que fuera eso, un pastor de ovejas que oliera a oveja.
¿Por qué preocupados?
La estructura de gobierno de los jesuitas es muy vertical. Tener como papa a uno de los nuestros era algo extraño e inesperado, y por ser algo nuevo podría implicar nuevas orientaciones, cambios de rumbo, énfasis imprevistos o extraños a los propios dinamismos internos de la orden. Desde la Congregación General XXXII –en 1975– y liderados por Pedro Arrupe, una de las figuras más lúcidas e inspiradoras de la Iglesia en el siglo XX, los jesuitas se habían dado a sí mismos una misión que posteriormente había sido confirmada por diversos papas: el servicio de la fe y la promoción de la justicia como algo inseparable. ¿Iba eso a cambiar? ¿Habría algún tipo de llamado a corregir el rumbo? ¿Deberíamos continuar con las orientaciones ya trazadas, profundizando quizás aspectos como el diálogo interreligioso y el cuidado de la creación, que habían sido incorporados como parte de nuestra misión en las últimas congregaciones generales?
Para fortuna nuestra, de la Iglesia y del mundo, el ministerio profético del papa Francisco ha disipado esas dudas y preocupaciones y ha impulsado una renovación en la Iglesia de alcances insospechados. Mediante diversos gestos y palabras, a muchos creyentes les ha devuelto la confianza en la Iglesia, y en muchos no creyentes ha sembrado esperanza. Y eso es lo que hace y lo que se espera que haga un pastor.
*Jesuita. Profesor titular de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana (Bogotá).
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