El pecado de Sodoma (III)
La semana pasada me detuve en esta serie dedicada al pecado de Sodoma, según Ezequiel 16:49-50, en la abundancia de pan. Señalé entonces que cuando una sociedad se aparta soberbiamente de Dios y maladministra los bienes materiales no tarda en dar muestras de que también se vale mal del tiempo. No otra cosa es la abundancia
AUTOR César Vidal Manzanares
10 DE OCTUBRE DE 2008
Como sucede con la abundancia material, en la Biblia el ocio es considerado en si mismo algo bueno. De hecho, Dios dispuso en la Torah que entregó a Moisés que los hombres descansaran un día a la semana. En el curso del mismo, no debía hacer cosa alguna ni los israelitas, ni sus hijos, ni sus trabajadores, ni los animales ni tampoco los extranjeros que trabajaban para ellos (Éxodo 20:10).
Jesús y los apóstoles respetaron aquel mandato por más que insistieran en que el cumplimiento nunca debería impedir la compasión o que la celebración se trasladara al primer día de la semana, el domingo (Hechos 20:18). El ocio querido por Dios tiene como finalidad el honrarle y el descansar. El ocio de Sodoma está totalmente centrado en sí mismo y acaba provocando una pavorosa mezcla de insatisfacción, búsqueda del placer y, significativamente, falta de tiempo.
Los que tienen mi edad, o más, saben que nunca ha disfrutado una sociedad de tanto ocio como en la actualidad. Podemos recordar cómo nuestras madres y abuelas carecían de electrodomésticos que les ayudaran a despachar las tareas domésticas en poco tiempo e incluso, por añadidura, se enfrentaban con tejidos anteriores al tergal, con planchas que no eran eléctricas o con las tablas de lavar. Por lo que se refiere a nuestros padres, no tenían dos días de descanso a la semana sino, a lo sumo, uno y medio. En cuanto a los niños, no era extraño que muchos trabajaran en sus horas libres ayudando a sus padres en el comercio o en otros menesteres de carácter doméstico. Para remate, cualquiera que tuviera que escribir no disponía de un sistema de tratamiento de textos como los que proporciona la moderna informática.
La situación es ahora infinitamente mejor, pero la mayoría de la gente no ha sabido utilizar adecuadamente su ocio e incluso se quejan una y otra vez de que no tienen tiempo para nada. El cómo es posible tener más tiempo para disfrutar que en ningún otro período de la historia y, a la vez, no pararse de quejar de la falta de tiempo es, de manera significativa, una de las marcas más innegables del deplorable estado espiritual en que yace nuestra sociedad. Porque el ocio se ha encaminado a actividades que para nada aprovechan. Los jóvenes pueden pasar la noche pasando de antro en antro –no es del todo claro que se diviertan– y sentir que no tienen tiempo, quizá porque lo desperdician en diversiones que aturden, en sexo ocasional o en el consumo de drogas y de alcohol.
Ese mal de abundancia de ociosidad ha entrado también en nuestras iglesias. En teoría, deberíamos saber disponer de nuestro tiempo “redimiéndolo” (Efesios 5:16) porque sabemos que es corto (I Corintios 7:29) y que debe ser bien administrado. Podría detenerme en el sentido, verdaderamente iluminador y extraordinario, de la palabra que Pablo utiliza para “tiempo”, pero no deseo desviarme ahora del tema principal de esta exposición.
No deja de resultar deplorable que los creyentes se quejen de su falta de tiempo para orar, para leer y estudiar la Biblia, para evangelizar y, si me apuran, para asistir a la iglesia, y, al mismo tiempo, estén notablemente bien informados de la marcha de la liga de fútbol, de la vida y milagros de los protagonistas de la telebasura o de los programas televisivos más populares en ese momento. No deseo incurrir en el pecado de juzgar a mis hermanos, pero si alguien dedica más tiempo durante la semana a ver partidos de fútbol o la televisión que a orar y a leer la Biblia no debería extrañarse de que su vida espiritual fuera mal. Si nuestra escala de prioridades puede analizarse viendo a qué dedicamos el tiempo, poca duda puede haber de que, en no pocos casos, dista de ser espiritual.
Sodoma avanzó en el camino de su juicio y destrucción cuando decidió emplear equivocadamente el tiempo y, en lugar de dedicarlo a Dios, se lo dedicó a sí misma. Naturalmente, una sociedad soberbia, decidida a emplear todo lo mal que quisiera los bienes y el tiempo, tenía que caer en un egoísmo marcado por la absoluta falta de compasión. Pero de eso, Dios mediante, hablaré la semana que viene.
Continuará: No fortaleció la mano del menesteroso
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