En el año 1747, Carlos III expulsó de España y de su imperio americano y filipino, a la Compañía de Jesús. Fue una decisión adoptada de acuerdo con una tendencia anti jesuítica extendida por Europa. No se perdonaba a la Compañía su rigidez teológica, su disciplina interna, su formación avanzada en comparación con la del clero regular, su influencia notable en el quehacer de los pueblos (posiblemente con sus abusos de poder y de dominio sobre diversos estratos de la sociedad), y en el caso de España, se les acusó de ser instigadores, además, de la revuelta que se conoció como “motín de Esquilache”, una resistencia a los cambios que propugnaba la Ilustración. Por si fuera poco, contra la Compañía se arguyó su dependencia de otro jefe de Estado, el del Vaticano, debido al cuarto voto de los jesuitas: el de obediencia al Papa.
La orden de expulsión firmada por Carlos III trajo consigo la salida precipitada de los jesuitas de sus misiones americanas (Paraguay y Bolivia, fundamentalmente), con gran agrado por parte de muchas órdenes y congregaciones religiosas, e incluso de algunos obispos quejosos de no recibir los diezmos que les correspondían de las zonas misionales. La codicia económica estaba por encima de todo y, aún peor, existía contra los padres de la Compañía, que en muchos casos ni siquiera eran españoles, una envidia desaforada.
Pero ahí está la obra jesuítica. Las reducciones fueron una utopía espiritual y social, que resultó luego una gran realidad. Los jesuitas se comportaron como pioneros de un humanismo definido por el respeto y la voluntad del encuentro con “el otro”, el indígena, a fin de llegar a una meta más alta, el encuentro con Dios.
Más de doscientos cincuenta años después, las misiones jesuíticas, sobre todo las de la Chiquitania boliviana, siguen en pie, sorprendiendo por su belleza y su conservación. Pero más importante es el hecho de que una gran parte de la obra social y cultural llevada a cabo por aquellos misioneros se conserva intacta. Y eso que en la región de Chiquitos, en las tierras bajas orientales, en donde se ubican la mayoría de las misiones, los jesuitas sólo permanecieron, en el mejor de los casos, ¡setenta y seis años!
La orden de expulsión firmada por Carlos III trajo consigo la salida precipitada de los jesuitas de sus misiones americanas (Paraguay y Bolivia, fundamentalmente), con gran agrado por parte de muchas órdenes y congregaciones religiosas, e incluso de algunos obispos quejosos de no recibir los diezmos que les correspondían de las zonas misionales. La codicia económica estaba por encima de todo y, aún peor, existía contra los padres de la Compañía, que en muchos casos ni siquiera eran españoles, una envidia desaforada.
Pero ahí está la obra jesuítica. Las reducciones fueron una utopía espiritual y social, que resultó luego una gran realidad. Los jesuitas se comportaron como pioneros de un humanismo definido por el respeto y la voluntad del encuentro con “el otro”, el indígena, a fin de llegar a una meta más alta, el encuentro con Dios.
Más de doscientos cincuenta años después, las misiones jesuíticas, sobre todo las de la Chiquitania boliviana, siguen en pie, sorprendiendo por su belleza y su conservación. Pero más importante es el hecho de que una gran parte de la obra social y cultural llevada a cabo por aquellos misioneros se conserva intacta. Y eso que en la región de Chiquitos, en las tierras bajas orientales, en donde se ubican la mayoría de las misiones, los jesuitas sólo permanecieron, en el mejor de los casos, ¡setenta y seis años!
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