Entonces fue cuando nació la orden de los jesuitas, que iba a ser el más cruel, el menos escrupuloso y el más formidable de todos los campeones del papado. Libres de todo lazo terrenal y de todo interés humano, insensibles a la voz del afecto natural, sordos a los argumentos de la razón y a la voz de la conciencia, no reconocían los miembros más ley, ni más sujeción que las de su orden, y no tenían más preocupación que la de extender su poderío (véase el Apéndice). El evangelio de Cristo había capacitado a sus adherentes para arrostrar los peligros y soportar los padecimientos, sin desmayar por el frío, el hambre, el trabajo o la miseria, y para sostener con denuedo el estandarte de la verdad frente al potro, al calabozo y a la hoguera. Para combatir contra estas fuerzas, el jesuitismo inspiraba a sus adeptos un fanatismo tal, que los habilitaba para soportar peligros similares y oponer al poder de la verdad todas las armas del engaño. Para ellos ningún crimen era demasiado grande, ninguna mentira demasiado vil, ningún disfraz demasiado difícil de llevar. Ligados por votos de pobreza y de humildad perpetuas, estudiaban el arte de adueñarse de la riqueza y del poder para consagrarlos a la destrucción del protestantismo y al restablecimiento de la supremacía papal.
Al darse a conocer como miembros de la orden, se presentaban con cierto aire de santidad, visitando las cárceles, atendiendo a los enfermos y a los pobres, haciendo profesión de haber renunciado al mundo, y llevando el sagrado nombre de Jesús, de Aquel que anduvo haciendo bienes. Pero bajo esta fingida mansedumbre, ocultaban a menudo propósitos criminales y mortíferos. Era un principio fundamental de la orden, que el fin justifica los medios. Según dicho principio, la mentira, el robo, el perjurio y el asesinato, no solo eran perdonables, sino dignos de ser recomendados, siempre que vieran los intereses de la iglesia. Con muy diversos disfraces se introducían los jesuitas en los puestos del estado, elevándose hasta la categoría de consejeros de los reyes, y dirigiendo la política de las naciones. Se hacían criados para convertirse en espías de sus señores. Establecían colegios para los hijos de príncipes y nobles, y escuelas para los del pueblo; y los hijos de padres protestantes eran inducidos a observar los ritos romanistas. Toda la pompa exterior desplegada en el culto de la iglesia de Roma se aplicaba a confundir la mente y ofuscar y embaucar la imaginación, para que los hijos traicionaran aquella libertad por la cual sus padres habían trabajado y derramado su sangre. Los jesuitas se esparcieron rápidamente por toda Europa y doquiera iban lograban reavivar el papismo.
Para otorgarles más poder, se expidió una bula que restablecía la Inquisición (véase el Apéndice). No obstante el odio general que inspiraba, aun en los países católicos, el terrible tribunal fue restablecido por los gobernantes obedientes al papa; y muchas atrocidades demasiado terribles para cometerse a la luz del día, volvieron a perpetrarse en los secretos y oscuros calabozos. En muchos países, miles y miles de representantes de la flor y nata de la nación, de los más puros y nobles, de los más inteligentes y cultos, de los pastores más piadosos y abnegados, de los ciudadanos más patriotas e industriosos, de los más brillantes literatos, de los artistas de más talento y de los artesanos más expertos, fueron asesinados o se vieron obligados a huir a otras tierras.
Estos eran los medios de que se valía Roma para apagar la luz de la Reforma, para privar de la Biblia a los hombres, y restaurar la ignorancia y la superstición de la Edad Media. Empero, debido a la bendición de Dios y al esfuerzo de aquellos nobles hombres que él había suscitado para suceder a Lutero, el protestantismo no fue vencido. Esto no se debió al favor ni a las armas de los príncipes. Los países más pequeños, las naciones más humildes e insignificantes, fueron sus baluartes. La pequeña Ginebra, a la que rodeaban poderosos enemigos que tramaban su destrucción; Holanda en sus bancos de arena del Mar del Norte, que luchaba contra la tiranía de España, el más grande y el más opulento de los reinos de aquel tiempo; la glacial y estéril Suecia, esas fueron las que ganaron victorias para la Reforma.
Estos eran los medios de que se valía Roma para apagar la luz de la Reforma, para privar de la Biblia a los hombres, y restaurar la ignorancia y la superstición de la Edad Media. Empero, debido a la bendición de Dios y al esfuerzo de aquellos nobles hombres que él había suscitado para suceder a Lutero, el protestantismo no fue vencido. Esto no se debió al favor ni a las armas de los príncipes. Los países más pequeños, las naciones más humildes e insignificantes, fueron sus baluartes. La pequeña Ginebra, a la que rodeaban poderosos enemigos que tramaban su destrucción; Holanda en sus bancos de arena del Mar del Norte, que luchaba contra la tiranía de España, el más grande y el más opulento de los reinos de aquel tiempo; la glacial y estéril Suecia, esas fueron las que ganaron victorias para la Reforma.
El Conflicto de los Siglos, p.215-217
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