La iglesia católica dominicana ha sido una entidad en la que ha predominado el tradicionalismo y el integrismo, con fuerte inclinación fundamentalista y conservadora.
Las luces que arrojan hechos aislados y trascendentes, sin continuidad histórica ni estructuración, no alcanzan a alumbrar las sombras que cubren su historia y que la permean como manto de oscurantismo y cortina de espurias tratativas.
La vemos en la actualidad cabildeando perpetuar el concordato trujillista, que debiera ser vergüenza en lugar de bandera.
Algunos de sus jerarcas, trasnochados émulos del Santo Oficio y de pretensiones inquisidoras, se afanan en ilegalizar nuevas asociaciones de fe, y propugnan por tornar en ilegítimas las uniones matrimoniales consagradas por otros credos que no pertenecen a su oligarca poderío.
En la retaguardia de las ideas y del avance, en la trastienda de la civilización, conspiran contra el libre albedrío de la mujer, a la que pretende obligar a retener una probabilidad de vida, sin importar el origen ni las consecuencias, aunque ponga en riesgo la seguridad de la propia.
Desde los tiempos de la colonia justificaron las encomiendas, la esclavitud y el exterminio contra seres humanas inocentes, que tenían formas distintas de amar a Dios. A pesar de Montesinos y de De Las Casas, la jerarquía acompañó a las hordas de pretendidos civilizadores que expoliaron estas tierras y sus habitantes y los desgraciaron para siempre.
A pesar de gestos aislados, muy heroicos, de hijos consecuentes de la apostólica y romana, de la proclama cuando ya era evidente la caída, estos no logran borrar 31 años de confabulación con la tiranía de horca y cuchillo.
A pesar de las valientes acciones de curas sin medievales hábitos jerárquicos, de monjas pequeñas de valor grande que enfrentaron a los asesinos y la intolerancia, en general su jerarquía apañó la corrupción y la represión política cuando la otra tiranía de doce docenas de meses que destilaron sangre.
En su historia se hace grande como montaña la conducta que debiera ser normal y rutinaria de los hombres y mujeres que abrazan su credo y han hecho de él apostolado y, al mismo tiempo, han tenido el coraje para enfrentar al atraso, la represión, la corrupción y abrazado los ideales de progreso.
Así vemos como gigantes a un Padre Luis Quinn, o a aquel que se mudó al lodo de la frontera y en Sanché acompañó a sus feligreses hasta conseguir la ansiada tierra para trabajar, o aquel otro que rozó con sus sotanas los estrechos callejones de un barrio. Casi todos con destino al ostracismo en olvidadas iglesias de barrios y parajes.
Pero una cosa es la iglesia que integran los feligreses y sus curas sin nombres ni apellidos, y otra la jerarquía del oropel y del lujo que se empolla bajo el poder, sin importar su naturaleza ni sus sacrilegios.
Las luces que arrojan hechos aislados y trascendentes, sin continuidad histórica ni estructuración, no alcanzan a alumbrar las sombras que cubren su historia y que la permean como manto de oscurantismo y cortina de espurias tratativas.
La vemos en la actualidad cabildeando perpetuar el concordato trujillista, que debiera ser vergüenza en lugar de bandera.
Algunos de sus jerarcas, trasnochados émulos del Santo Oficio y de pretensiones inquisidoras, se afanan en ilegalizar nuevas asociaciones de fe, y propugnan por tornar en ilegítimas las uniones matrimoniales consagradas por otros credos que no pertenecen a su oligarca poderío.
En la retaguardia de las ideas y del avance, en la trastienda de la civilización, conspiran contra el libre albedrío de la mujer, a la que pretende obligar a retener una probabilidad de vida, sin importar el origen ni las consecuencias, aunque ponga en riesgo la seguridad de la propia.
Desde los tiempos de la colonia justificaron las encomiendas, la esclavitud y el exterminio contra seres humanas inocentes, que tenían formas distintas de amar a Dios. A pesar de Montesinos y de De Las Casas, la jerarquía acompañó a las hordas de pretendidos civilizadores que expoliaron estas tierras y sus habitantes y los desgraciaron para siempre.
A pesar de gestos aislados, muy heroicos, de hijos consecuentes de la apostólica y romana, de la proclama cuando ya era evidente la caída, estos no logran borrar 31 años de confabulación con la tiranía de horca y cuchillo.
A pesar de las valientes acciones de curas sin medievales hábitos jerárquicos, de monjas pequeñas de valor grande que enfrentaron a los asesinos y la intolerancia, en general su jerarquía apañó la corrupción y la represión política cuando la otra tiranía de doce docenas de meses que destilaron sangre.
En su historia se hace grande como montaña la conducta que debiera ser normal y rutinaria de los hombres y mujeres que abrazan su credo y han hecho de él apostolado y, al mismo tiempo, han tenido el coraje para enfrentar al atraso, la represión, la corrupción y abrazado los ideales de progreso.
Así vemos como gigantes a un Padre Luis Quinn, o a aquel que se mudó al lodo de la frontera y en Sanché acompañó a sus feligreses hasta conseguir la ansiada tierra para trabajar, o aquel otro que rozó con sus sotanas los estrechos callejones de un barrio. Casi todos con destino al ostracismo en olvidadas iglesias de barrios y parajes.
Pero una cosa es la iglesia que integran los feligreses y sus curas sin nombres ni apellidos, y otra la jerarquía del oropel y del lujo que se empolla bajo el poder, sin importar su naturaleza ni sus sacrilegios.
Fuente:http://www.clavedigital.com/App_Pages/opinion/Firmas.aspx?Id_Articulo=13001&Id_ClassArticulista=71
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