Vi que algunos, con fe robusta y gritos acongojados, clamaban ante Dios. Estaban pálidos y sus rostros demostraban la profunda ansiedad resultante de su lucha interna. Gruesas gotas de sudor bañaban su frente. . .
Los ángeles malos los rodeaban, oprimiéndoles con tinieblas para ocultarles la vista de Jesús y para que sus ojos se fijaran en la oscuridad que los rodeaba, a fin de inducirlos a desconfiar de Dios y murmurar contra él. Su única salvaguardia consistía en mantener los ojos alzados al cielo, pues los ángeles de Dios estaban encargados del pueblo escogido y, mientras que la ponzoñosa atmósfera de los malos ángeles circundaba y oprimía a las ansiosas almas, los ángeles celestiales batían sin cesar las alas para disipar las densas tinieblas.
De cuando en cuando Jesús enviaba un rayo de luz a los que angustiosamente oraban, para iluminar su rostro y alentar su corazón. Vi que algunos no participaban en esta obra de acongojada demanda, sino que se mostraban indiferentes y negligentes. . . Nada hicieron sus ángeles por quienes no procuraban ayudarse a sí mismos, y los perdí de vista.
Pregunté cuál era el significado del zarandeo que yo había visto, y se me mostró que lo motivaría el testimonio directo que exige el consejo que el Testigo fiel dio a la iglesia de Laodicea. . . Mi atención se fijó entonces en la hueste que antes había visto y que estaban fuertemente sacudida. . . Doble número de ángeles custodios los rodeaban, y una armadura los cubría de pies a cabeza. . . Oí que los revestidos de la armadura proclamaban poderosamente la verdad, con fructuosos resultados. . . Pregunté por la causa de tan profundo cambio y un ángel me respondió "Es la lluvia tardía; el refrigerio de la presencia del Señor; el potente pregón del tercer ángel".
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Primeros Escritos, E. G. W., p. 269-271.
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Nota: Negritas agregadas.
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