A. Sanchez Garcia · @Sangarccs
25th Mar 2018 from TwitLonger
EL LIBERALISMO NUESTRA ASIGNATURA PENDIENTE
“Los bolcheviques no cesan de repetir que la religión es un opio para el pueblo. Lo que hay de seguro realmente es que el marxismo es un opio para la alta clase intelectual, para quienes podrían pensar y a quienes desea separar del pensamiento.”
A Mario Vargas Llosa
“Los pueblos se resienten siempre de su origen. Las circunstancias que acompañaron a su nacimiento y sirvieron a su desarrollo influyen sobre todo el resto de su vida”. La afirmación proviene del más lucido y futurista de los historiadores franceses del Siglo XIX, Alexis de Tocqueville. Y basta echarle una ojeada al sangriento parto de nuestras repúblicas, independizadas bajo el colosal voluntarismo de un soldado al frente de sus huestes, para comprobar el acierto. Por doloroso que le haya resultado tener que reconocerlo en los últimos años de su corta existencia, la América Española, como lo afirmara Simón Bolívar al fin de su admirable aventura, no estaba preparada para asumir los destinos de su independencia. Hubo fractura del orden político y administrativo, así como un sangriento desgajamiento de las bases socioculturales implantadas por el Imperio español a lo largo de sus tres siglos de dominio, pero dicha fractura fue impuesta bajo los bárbaros y salvajes principios de una Guerra a Muerte y el dominio absoluto de las armas, sin que hubiera mediado la génesis de una nueva hegemonía intelectual. Un trágico desmentido a la esencia de las circunstancias que condujeron a la revolución francesa, maravillosamente descritas por el mismo Tocqueville en su obra El antiguo régimen y la revolución: ella fue la culminación de un proceso de desarrollo y maduración de siglos, que bajo el absolutismo monárquico fue generando las bases estructurales de una nueva sociedad, un nuevo Estado, un nuevo orden administrativo y cultural. Bolívar el joven se dejó impresionar por la coronación de Napoleón Bonaparte y las convulsiones revolucionarias, pero sobre todo por el desborde de amor y entusiasmo de las masas francesas ante el caudillo. Creyó perfectamente posible seguir el ejemplo. Fue su tragedia. El diplomático inglés Sir Robert Ker Porter lo vio con meridiana claridad en 1826: “La locura quijotesca de Bolívar será la ruina de su país.”
Nada de eso sucedió en la América Española, independizada en gran medida a fuerza de la homérica voluntad y el prometeico decisionismo de un hombre. Que tuvo desde un comienzo plena conciencia de que la ruptura con el imperio sería producto de la guerra, no de las ideas. De la violencia, no del entendimiento. De las armas, no de la cultura. “Del bochinche”, hubiera dicho su por él traicionado mentor Francisco de Miranda. En esos trágicos orígenes yacen las causas de nuestro pecado original, no sólo el militarismo, sino el estatismo. Y sus letales consecuencias: la ausencia de individualismo y cultura, de emprendimiento y socialización, que contrastan con el sobrepeso de los ejércitos; la carencia de ideología y partidos, y la abundancia de cuarteles y monumentos. De los cuales debía derivar, como en los hechos, una catástrofe en toda la actividad económica y la universalización de la miseria: “Los economistas minaron el venerado prestigio de militaristas y expoliadores, poniendo de manifiesto los beneficios que comporta la pacífica actividad mercantil” – afirma con razón Ludwig von Mises en su obra La acción Humana. Las guerras independentistas no sólo devastaron: promovieron la devastación.
Causa aflicción leer a humanistas de inmensa valía, como el historiador venezolano Augusto Mijares, que consideraban pecaminoso que no se hubiera completado la revolución social pendiente desde las ideas y los actos del Libertador, en su concepto un político y un reformador social de quien él esperaba en los años setenta del pasado siglo, en pleno desarrollo de la Venezuela liberal democrática, “pueda servirle todavía a la América Hispana, donde muchedumbres de desamparados encuentren quizás que él, si no puede ser más de lo que es, sí puede hacer más de lo que ha hecho.” Al general en jefe, impuesto en su jefatura continental con su caballo, sus botas y su sable, veía sobrepuesto Mijares al Mesías capaz de implantar un régimen populista que viniera a resolver los problemas de sobrevivencia de las muchedumbres de desamparados. Hugo Chávez siguió el consejo del historiador a pie juntillas. Los resultados están a la vista.
Asombra que historiadores venezolanos de fuste aún se nieguen a comprender el profundo sentido antropológico cultural, filosófico, ideológico incluso antes que político, del término “liberalismo”. Y lo circunscriban a los movimientos caudillistas de federales y guzmancistas del siglo XIX venezolano. Sin comprender al día de hoy que el liberalismo es inmensamente más que aquellos movimientos del siglo XIX que agotaban sus propuestas en separar a la Iglesia del Estado, en promover el laicismo y obtener la secularización. Que aún no comprenden, a pesar del fracaso colosal del marxismo y las catástrofes en que derivaran todos los movimientos que en él se apoyaran, que mientras el socialismo no hace más que generalizar la miseria e igualar en la pobreza bajo la potestad violenta del Estado, el liberalismo va indisolublemente ligado a la historia del progreso social, político y económico de la sociedad humana. Que se fundamenta en el respeto a las pulsiones e instintos naturales del hombre, que hacen de la propiedad privada el fundamento de la libertad y de la libertad la única posibilidad de enrumbar a las sociedades por la vía del progreso y el logro de las exigencias de igualdad de oportunidades y conquistas materiales que fundamentan al sistema capitalista. Es la enseñanza elemental del liberalismo: sin libertad no hay democracia, sin democracia no hay progreso, sin progreso no hay prosperidad.