28 de febrero de 2008
El cambio en Cuba
por Roberto Castillo Sandoval
Iba a escribir sobre Fidel y su hermano Raúl, pero terminé pensando en un hotel de La Habana y en asuntos que tal vez se relacionen con ellos. O tal vez no, quien lee decide, porque Noticias secretas es territorio liberado. Territorio libre de América, como decía (¿lo dice todavía?) la vieja transmisión de Radio Habana.
En la Habana Vieja, en la esquina de Obispo con Mercaderes, está el Hotel Ambos Mundos, donde dicen que Hemingway empezó a escribir su novela sobre la guerra civil española Por quién doblan las campanas. El hotel, restaurado a su antiguo esplendor, ahora es parte de un consorcio español asociado con el gobierno cubano (es decir, con las fuerzas armadas, que se reparten la administración del negocio del turismo).
La habitación 511 del Ambos Mundos quedó como era antes de la Revolución. Conserva el piso original de baldosas, testigo de las aventuras literarias y extra-literarias del novelista norteamericano. Dice la leyenda que una jovencita llamada Jane Mason se quedó atascada tratando de entrar por el montante de ventilación, esa especie de ventanita encima de la puerta. Durante el día, la pieza de Hemingway se convierte en museo, a cargo de una funcionaria que sabe hasta los detalles más triviales de la biografía de Hemingway. Me acuerdo de haberle pedido, aprovechando que la veía a menudo al salir y entrar (me había tocado el cuarto adyacente a la 511), que me contara algo sobre Hemingway que nadie más supiera. Me contestó que era historiadora y que ella no decía nada que no estuviera corroborado y por lo tanto bien sabido por otros. Después dijo, como cambiando el tema, que en las baldosas del umbral se ven las marcas que fueron dejando las llaves al soltarse de las manos de don Ernesto cuando volvía al hotel con demasiados mojitos en el cuerpo.
En la pieza-museo no hay casi nada de interés: una máquina de escribir antigua dentro de una caja de vidrio, una vitrina triste con libros azumagados por el trópico, un barco a escala de bonsai, algunos papeles manuscritos, un estuche con un par de lentes, un teléfono antiguo en un velador y una lámpara sin ampolleta que parece sacada de un hospital. Hay algunas fotos colgadas en las paredes blancas, entre ellas una de Hemingway con Fidel en la que no se sabe cuál de los dos está más incómodo mientras aparentan lo contrario.
En la cama, colocados con exacta simetría, hay diarios antiguos. Los titulares que alguna vez fueron tan urgentes ahora se leen como trivia del siglo veinte: bombardeos, invasiones, hazañas de prensa amarilla. La cama está acordonada y parece demasiado frágil para haber sostenido a un peso-pesado como Papa Hemingway.
“Todo lo demás ha cambiado, pero esto sigue igual”, repetía la encargada, y cuando decía “todo lo demás” hacía un gesto como abarcando el mundo. Uno se quedaba sin saber qué la entristecía, si el cambio o la permanencia. Cuando no llegaban turistas a mironear el seudo-museo, se dedicaba a leer novelas, a conversar con las mucamas y a mirar por el balcón. A las 5 de la tarde en punto, cerraba las celosías y la puerta, sin que nunca se le escapara de los dedos su manojo de llaves, ni al entrar, tempranísimo, ni al salir.
De noche, el Ambos Mundos se transforma. El lobby se llena de música de piano y del ruido de copas del bar. Como queda en una esquina, el lugar, amplio y aireado con sus ventanales franceses, es un perfecto punto de citas para turistas, como debe haber sido para los habaneros de tiempos de Hemingway. La diferencia es que ahora los cubanos tienen prohibido entrar a ese hotel. Excepto, claro, los que trabajan ahí: mucamas, meseros, cocineros, aseadores, ascensoristas-guardias. Los ascensoristas son los encargados de que no pase del lobby ningún cubano sin autorización. Tienen un ojo certero para identificar a los que no son turistas. Casi nunca se equivocan, aunque a veces los pasajeros o turistas negros tienen que identificarse, especialmente si son mujeres o muchachos jóvenes, sospechosos de jinetear.
Por eso me extrañó lo que vi una noche al volver al hotel. Antes de entrar ya las cosas no cuadraban, porque justo frente a la entrada del lobby, estacionado en diagonal y bloqueando la calle, había un automóvil negro charol, muy lujoso, italiano. En esa esquina no circulan vehículos particulares y los taxis pueden parar mientras descargan o recogen pasajeros, pero sólo un par de minutos vigilados por un policía de punto fijo. Ahí estaba esa noche la berlina Lancia, enorme, inamovible, en zona prohibida, con un tipo apoyado en el capó, fumando en actitud de ser el chofer.
Lleno de curiosidad, crucé el lobby-bar y me dirigí al ascensor. Ahí la cosa se puso más y más curiosa: el aparato estaba lleno de cubanos, pero el ascensorista, un hombre amable y digno a quien yo había visto expulsar sin piedad a más de una jinetera que intentaba colarse del brazo de un turista, ni siquiera chistaba. Sólo cerraba la jaula, apretaba botones, y subía con su carga ruidosa de habaneros y habaneras. Más extrañeza: los cubanos que invadían el Ambos Mundos esa noche iban vestidos de gala: trajes impecables para los varones, vestidos espectaculares para las mujeres, una colección casi apabullante de gente lindísima luciendo sus joyas y peinados. Me puse en fila para el ascensor, pero la aglomeración y la bulla me hicieron desistir y subí por las escaleras.
Al llegar al segundo piso encontré la explicación, porque ahí, en un salón que funcionaba como galería de esculturas, había una tremenda fiesta, con orquesta de veinte músicos, flores por todas partes, candelabros, largas mesas de comida en buffets y botellas de champaña. Parecía la boda de una princesa, y eso era, porque allí se festejaban, según averigüé de buena fuente, las nupcias de la hija de un funcionario de gobierno o de un alto jerarca militar. Eso explicaba el Lancia estacionado en lugar prohibido y el acceso de esos cubanos dressed to kill al interior vedado de un hotel de turismo.
La opulencia ostentosa de la celebración todavía se sentía en el aire a la mañana siguiente. Mientras bajaba en la lenta jaula del ascensor vi un ejército de gente trabajando con aspiradoras, escobas, bolsas de basura. No sé qué habrán pensado esos cubanos al limpiar y ordenar después de una fiesta que no era de turistas sino de compatriotas, sus iguales según el discurso oficial. Seguramente habrán pensado y sentido lo mismo que millones de sirvientes que limpian después de fiestas ajenas en toda América Latina. Por la escalera también divisé a la historiadora del Ambos Mundos, que subía a su cotidiano puesto de combate. La saludé desde mi jaula en descenso y ella, esta vez con una sonrisa, me hizo su gesto favorito con los brazos, abarcando el mundo entero encapsulado en el Ambos Mundos, como diciendo “esto sigue igual”.
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