Friday, August 1, 2008

De Ignacio de Loyola a Benedicto XVI

Jueves, 31-07-08
«HOY deseo animaros a vosotros y a vuestros hermanos para que prosigáis en el camino de la misión, con plena fidelidad a vuestro carisma originario, en el contexto eclesial y social propio de este inicio de milenio» (Del discurso de Benedicto XVI a los miembros de la Congregación General XXXV, el 21 de febrero de 2008)...
El 31 de julio de 1556, tal día como hoy, moría en Roma Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Mientras agonizaba, su fiel secretario y auténtica conciencia latente del difunto, el burgalés Juan Alfonso de Polanco, corría al Vaticano para conseguir una última bendición de Paulo IV. Cuando Polanco retornaba con ese deseado gesto papal, el Padre Maestro Ignacio ya había fallecido en presencia de los PP. Madrid y Frusio. Desde tal momento, vivido en la oscuridad de la famosas camarette todavía conservadas y rehabilitadas de manera excelente, han pasado más de quinientos años. Y todavía hoy, podemos contemplar la serenidad del rostro de aquel hombre decisivo para la Iglesia Católica de su tiempo y del tiempo futuro, en la mascarilla de ese mismo rostro que, inmediatamente, se obtuvo tras su muerte. Ignacio de Loyola había pasado al Dios que fuera su Principio y Fundamento, pero también la raíz de su Contemplación para alcanzar Amor. Y dejaba tras de sí un grupo de amigos en el Señor, que se hacían llamar compañeros de Jesús. Su cadáver reposa en la capilla mayor de la Iglesia de la Compañía en Roma, en la parte del evangelio. Todo un signo.
Este año de 2008, la celebración de su festividad tiene lugar cuando todavía ilumina el cuerpo entero de la Compañía de Jesús, la Congregación General XXXV, en la que ha sido elegido sucesor de Ignacio de Loyola, otro español, el palentino Adolfo Nicolás, y en consecuencia, también se ha renovado en profundidad el equipo de gobierno que le ayudara a determinar las futuras respuestas de los jesuitas en los próximos años a lo largo y ancho del mundo, según los Documentos emanados en la citada Congregación General. Tales textos están introducidos por la respuesta de la Compañía entera al ya célebre discurso que Benedicto XVI pronunciara ante el conjunto de los participantes en el gran evento romano, el 21 de febrero, días antes de la clausura de los trabajos congregacionales. Un discurso ya histórico en los anales de los jesuitas contemporáneos, y que recoge en clave papal las esperanzas y deseos del sucesor de Pedro pero también de aquel Paulo IV que le enviara su bendición al moribundo Ignacio, y que no llegó a tiempo. Misteriosa anécdota en el conjunto de tantas otras que han punteado las relaciones de la Compañía de Jesús con la Santa Sede. Y que, en general, se han interpretado con exagerada parcialidad.
Precisamente por esta razón, hemos encabezado estas líneas conmemorativas de la muerte de Ignacio y la celebración de su festividad, con unas palabras tomadas del discurso ya comentado de Benedicto XVI, el Pontífice que ha querido recuperar a los jesuitas como cercanos colaboradores suyos, tras una larga época de meditativo silencio en virtud de su adhesión inquebrantable a la sede de Pedro. Y lo que transmite el Papa teólogo y buen conocedor de la Compañía de Jesús, como demuestra el discurso en cuestión, es su deseo de que los jesuitas sean lo que Ignacio decidió que fueran, siempre en virtud de la Bula papal que constituyó a la Compañía y de sus Constituciones, en las que el fundador desarrolló el núcleo, muy bien estructurado y redactado, del conjunto de características del cuerpo eclesial que el hombre de Loyola forjó desde el seguimiento de Jesucristo más intenso pero no menos desde la vinculación más radical a su Cuerpo, que es la Iglesia Católica. Que sean lo que dicen ser. Que sean lo que la Iglesia ratificó desde sus orígenes. Que, en palabras del mismo Papa, mantengan «la plena fidelidad al carisma ignaciano».
En su momento histórico, Ignacio intuyó que ante la Reforma Luterana era necesaria una Reforma Católica. Está clara la razón: más que una confrontación directa y tal vez ofensiva con las nuevas fuerzas religiosas pero también políticas, era del todo urgente una conversión interior de los miembros de la Iglesia Católica, de tal forma que los argumentos esgrimidos y proclamados por Lutero no fueran objeto tanto de controversia estéril como de una renovada vida de fe, de esperanza y de amor fraterno en las personas y en la colectividad fiel a Roma. Desde esta óptica, la misión clave de los nuevos jesuitas fue la dirección de aquellos extraños Ejercicios Espirituales que, nacidos en la catalana Manresa, acabaron por escribirse en Roma, obra de un Ignacio ya envejecido y místico. Ésta fue la gran intuición ignaciana: desarrollar una misión eclesial que transformara a las personas en su núcleo más decisorio, es decir, que vivieran con radicalidad la voluntad de Dios sobre cada una de sus criaturas, más tarde salvadas y liberadas por Jesucristo. Y por esta razón, en el corazón de los Ejercicios Espirituales, si es que se realizan ignacianamente y sin perversiones, surge la urgencia del Discernimiento como instrumento teológico, espiritual y hasta psicológico para descubrir esta voluntad divina siempre perseguida. Tanto es así que, en el discurso citado de Benedicto XVI, la última recomendación papal, a la Compañía reunida en Congregación General, fue la necesidad que tiene la Iglesia de los Ejercicios Espirituales como «un don que el Espíritu ha hecho a la Iglesia entera».
Por ahí discurre la intuición ignaciana y además la vertebración de su actividad evangelizadora: ir a las fuentes de la realidad, de la realidad de las personas y de la realidad de las culturas, razón por la que se hace necesario estar en la frontera. Hoy en día, ya no se trata de fronteras geográficas, desde que la globalización es un hecho, sino de esas fronteras culturales que subyacen en sociedades y en personas hasta crear en su más íntima razón de ser esas contradicciones que caracterizan al conjunto de nuestra contemporaneidad. Unas fronteras que, en definitiva, se reducen a una sola: la que la secularidad rampante ha establecido entre la Razón y la Fe. En tal frontera, cual filo de la navaja cultural, Benedicto XVI solicita de los jesuitas que estén. Y que sean capaces de mantenerse fieles a la Iglesia precisamente cuando el temporal azote sus vidas: ser capaces de arriesgar pero también de soportar por obediente amor a la Iglesia.
El lector que lo desee puede visitar la habitación en la que murió Ignacio de Loyola un 31 de julio de 1556, y en ella hasta es posible celebrar y participar en la Eucaristía. Es una experiencia sobrecogedora: en ese humilde lugar, de extremada austeridad, pasó al Padre un hombre pequeño de estatura pero gigantesco en fidelidad. Pero sobre todo, un hijo adulto de la Santa Iglesia, a la que siempre sirvió desde una obediencia creativa. Es decir, en los riesgos de la frontera. Casi nada.
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